Cultura Por: Víctor Ramés01 de julio de 2024

Caras y caretas cordobesas

Los desbordes en el juego del carnaval, con las tensiones sexuales desatadas en una sociedad machista, con las riñas entre barrios y comparsas, eran parte de un paisaje popular que desentonaba en la vía hacia la modernidad.

La inocencia provinciana de los corsos ante la cámara del corresponsal.

Por Víctor Ramés

cordobers@gmail.com

Fotos y memorias del docto carnaval (tercera parte)

El diario católico La Conciencia Pública editorializaba contra el carnaval de Córdoba en febrero de 1885, y centraba sus dardos puntualmente en el juego con agua:
“La materia principal del carnaval es el agua, y las personas de sexo diferente los agentes. El tirar confites, poner almidón (hoy en desuso ya) como el salir en corso son formas más o menos modificadas que evitan los choques de pasiones encontradas; pero que en nada destruyen el carácter y el fin del carnaval, como lo veremos.
Sin pomos no existe el juego hoy día entre nosotros, como no existía para nuestros mayores sin cántaros, jarros o cualquiera vasija donde pudiera encerrarse el agua y arrojarse.” 

A lo que apuntaba, en última instancia, el diario, era al abuso de esa costumbre. Y, nobleza obliga, hay que reconocer que, dada una sociedad machista como lo era -y lo es- la local (y el resto del mundo), hay un lado justo en la reacción por los abusos que la permisividad del carnaval alentaba, y que ponía a las mujeres como víctimas de esas batallas simbólicas y desiguales. No porque -como conceptuaba la época a las damas “de sociedad”- fueran muñecas frágiles a las que no debía caérseles un pétalo, sino lisa y llanamente por lo abusivo y violento del comportamiento masculino desatado. Así lo exponía La Conciencia Pública de 1885:
“Cual sea la forma de nuestro impúdico carnaval no necesitamos detallarlo porque ofenderíamos especialmente a la mujer, y también al hombre que la toma como desahogo mil veces de su torpe carácter, y siempre de su irrespetuosidad. Baste recordar esas corridas, esas vueltas y revueltas, esas ropas pegadas al cuerpo, esas confianzas indebidas y esas juguetonas expresiones que en ningún otro caso se admitirían.”

En su demonización del carnaval por parte del periódico católico, aunque como fasto era muy inferior a la frondosa escala del carnaval francés del siglo XVI, parecía encarnar, casi cuatrocientos años después, la misma oposición que el genial Mijaíl Bajtín había definido como un largo choque entre el carnaval y la iglesia, al encarnar “un mundo irrestricto de formas y manifestaciones cómicas que se oponen al tono oficial y serio de la cultura eclesiástica y feudal medieval”. De ese modo atrasaba el diario cordobés, casi en las vísperas del siglo XX. 

Explorando otras gamas del carnaval de la época, se lee en el diario liberal cordobés La Libertad del 28 de febrero de 1898, una noticia referida a la festividad en esos días, cuya descripción mostraba la organización del festejo y de sus participantes, pero reaparecía el desborde con un signo más rudo que el simple juego con agua. Se transcribe del referido trabajo de Marcos Carrizo antes citado: Córdoba en carnaval: modernización, hegemonía y resistencia (1880 -1910).
“Varias fueron las comparsas que exhibieron en este carnaval: ‘Negros Candomberos’, ‘Estrella del Norte’, ‘Unión de Artesanos’, ‘Comparsa Argentina’, ‘Negros Africanos’, ‘Juan Moreira’ y ‘Santos Vega’ compuestas en su totalidad por jóvenes artesanos. Las dos primeras, por su orden, fueron las que más se distinguieron, y desde luego creemos que se adjudicaran por el jurado mejores premios. Anoche hubo un incidente entre esas comparsas que obtuvieron la preferencia, resultando varios heridos en la contienda. Es de lamentar que tales cosas sucedan en estas fiestas, y que no se tenga reparo en faltar a los deberes de la cultura y del respeto que el público merece”.

Hay un apunte del historiador Waldo Ansaldi en su trabajo sobre Industria y urbanización, que viene al caso, referida en los años del traspaso de siglo, sobre un enfrentamiento entre pandillas de dos barrios populares cordobeses que alimentaban mutuamente su animadversión. La anécdota era recogida de Córdoba de ayer, de Bernabé Serrano (1969). En ella tenía lugar un enfrentamiento entre los “abrojaleros “ y los “orilleros”, ya que –en palabras de Serrano- “cada barrio suburbano contaba con una pandilla brava formada por muchachos que vivían  en el ambiente viciado de la truhanería, muchachos que eran la expresión típica de costumbres que reflejaban la modalidad popular de la época y en los que se mezclaban la audacia, el coraje y el desenfado insolente del compadrito, tipo que ya ha hecho desaparecer la corriente cosmopolita de nuestro tiempo.”
Al relatar ese choque, comenta Ansaldi: “las peleas son frecuentes en ese ámbito de sociabilidad popular, a menudo dirimidas en duelo criollo. En otras ocasiones, las reyertas son entre pandillas de barrios diferentes (…) o bien una prolongación de la rivalidad entre comparsas carnavalescas”. 

La vida marginal se concentraba en barrios de rancherío y conventillos, las “zonas rojas” de la época. Sus altercados eran parte del paisaje popular de “las orillas” de la ciudad. En otro párrafo de citado artículo de La Libertad de 1898, el diario describía a los actores populares del carnaval que se agitaban en las calles como “una muchedumbre ávida de barullos que encuentra teatro especial para sus hazañas en la estrechez de las calles elegidas. Esa muchedumbre, mescolanza extraña de todos los elementos sociales, va a ser como ha sido siempre la nota altisonante de las fiestas”. 

Las rencillas eran un signo frecuente de rivalidad, y las chispas se sacaban por quién era el más malevo, quiénes los más rebeldes. Tal vez, sí, en el fondo se luchaba por ser los menos sometidos a la autoridad. El barrio suburbano era el bastión inexpugnable de un modo de vida propio y disfuncional a la convivencia ciudadana. Y aunque la proletarización aún no existía, y no se había formado tampoco una conciencia de clase, tal vez el instinto cultural llevaba a resistirse al encarrilamiento que se les imponía a las clases populares para encuadrarlas en las necesidades de la industria. El carnaval, entre otras cosas, funcionaba como una arena para la descarga y la exhibición de la cultura de los oprimidos. 

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