Cultura Por: Víctor Ramés10 de julio de 2024

Caras y caretas cordobesas

El relato del portugués Joaquim Leitão, en enero de 1901, enuncia la serie de complicaciones que le tocó vivir durante su viaje entusiasta para conocer Córdoba. En ese cuadro, la amistad de los maquinistas del tren sobresale como nota digna de aprecio.

Sobre un dibujo de CAO: montaña arriba, ascender a una Cördoba clerical.

Por Víctor Ramés

cordobers@gmail.com

Odisea de un visitante portugués (Segunda parte)

“Beethoven decía que los reyes tienen que subir hasta el arte; el arte no podía descender hasta ellos.
Por una lógica muy idéntica, digo que los reyes jamás comieron un puchero ofrecido por un hombre del pueblo, y nunca han de sentir la alegría saludable que hay en comer con un plato de hierro sobre las rodillas, y en tomar con las manos un choclo y morder sus tiernos granos. Y, mientras yo comía por primera vez el maíz cocido y roía con gula una costillita churrasqueada, la llanura sinfín desenvolvía el tema evangélico de la vida sana, de la vida libre.”

El relato muestra un cuadro de bella confraternidad entre un extranjero -un portugués- y los maquinistas del Central Córdoba que marchaba hacia la ciudad capital. Joaquim Antunes Leitão, un joven de veintiséis años, hacía su primera visita a la Argentina, bajando de Brasil y deseoso de conocer Córdoba, cuyos paisajes le habían encomiado paisanos suyos en Buenos Aires. En el coche no halló persona alguna con la cual conversar. Tampoco había coche comedor, ni una estación próxima donde almorzar. Esto engrandece el gesto tan humano de los conductores del ferrocarril que le compartieron su puchero. Tal vez la actitud fuese un fruto de la siembra mutual y gremial de La Fraternidad, que agrupaba a los conductores de trenes y que ya se hacía notar por su firme resistencia contra el patrón británico.

Una vez saciado del hambre y la camaradería, Joaquim retomó su espíritu descriptivo, volviendo a mirar por la ventanilla.
“La luz meridiana doraba las orillas del camino. Al otro lado de un alambrado, un grupo de caballos pacía; y ninguno de ellos alzó la cabeza del pasto para mirar a la locomotora que pasaba con su chocar de hierros. La mayor parte de los hombres tampoco levantan la cabeza del plato para admirar una idea que pasa vertiginosa y resonante...
Los montes verdegueaban, a lo lejos. En la margen del camino había pilas de madera. Una estación: de un depósito de ladrillos descargan sacos de trigo para un wagón de ferrocarril: es la esterlina de la región.”

Los matices del viaje, del territorio y del día se transmiten con la intensidad de contrastes en la descripción abreviada del autor portugués:
“Obscurece y cae una llovizna. A poco vuelve a clarear, el sol regresa, y a las tres de la tarde el calor es más fuerte que a mediodía. Una laxitud nos invade el cuerpo y el movimiento mecedor del tren acaba por adormecernos.
El nombre de otra estación, gritado en alta voz, nos despierta.
Y una mujercita, con un cesto en los brazos, nos ofrece tortas y melones, con voz coreada ciertamente con el ritmo blando de las vidalitas.”

Al joven Joaquim, como a todo viajero que atraviesa la pampa, le llama la atención la aparición de las montañas que asoman “cual promesa ópima”. Quienes leen hoy, tal vez noten la aparición anacrónica de las carretas de bueyes:
“Carros de carga, tirados por bueyes, pasan, llevando, sentados en un pedestal de sandías y melones, a dos campesinas, verdaderos símbolos de la salud. A la izquierda de la línea, allá hacia el sud, se agita el proyecto tenebroso de una tormenta. Las montañas se ennegrecen al noroeste. A la puerta de un rancho se asoma lentamente una mujer.”

Con algunos desbroces, el texto de Joaquim Leitão pide dejarse deslizar en sus propias palabras hasta el fin del espacio disponible en la página, aquel 12 de enero de 1901, mientras el tren se va acercando al rancherío llamado Alta Córdoba. Su optimismo no decae, pero el peregrinaje se le ha acumulado en el cuerpo, tras dos días y dos noches de viaje.

“Una nube de tierra revolotea y la paja de los campos se agita como una marejada de esperanzas. En un mismo animal, un criollo y una mujer huyen de la tormenta.
Ahora aparece el pueblito de Alta Córdoba, que me invoca el barrio de Las Ranas de las afueras de Buenos Aires, y me habla de la sobriedad, del vigor con que soportan las penas —ya sea el rancho volteado por el viento, ya la presión de las iniquidades legales— los seres considerados como los últimos y que son los primeros.
Las siete y media. Ya vamos llegando. Comienzan a pasar sobre mí las impaciencias de los últimos instantes, que preceden a la realización de un deseo por largo tiempo reprimido.
Trece horas y media para venir de San Francisco a Córdoba, treinta horas y más de ferrocarril para llegar de Buenos Aires a Córdoba, pues he salido de allí hace dos días y dos noches... ¡Vamos! Esto pasa de viaje: ¡es una peregrinación!
Sin embargo, como tengo que reconocer mi inexperiencia de la red ferroviaria argentina, y como yo —a semejanza de Rousseau— me quedo sereno cuando conozco las causas de un fenómeno, por desagradable que sea éste, doy todas las penas por bien empleadas. No he visto las magnificencias de la entrada de Córdoba por el otro camino: ¡Paciencia! ¡Otra vez será! Más vale así: ciliciadas las carnes por toda esta serie de transbordos, de camas duras, de polvo, de tierra, de viento; el alma penitenciada, blanca de pecados, puede, en fin, contemplar los esplendores de Córdoba.
¿Será realmente Córdoba ésta adonde acabo de llegar?
Saco la cabeza afuera del coche que me lleva de la estación, miro a derecha e izquierda: traspongo un puentecillo, paso en tangente una plaza donde hay un monumento ecuestre, y más adelante me encuentro con los portones chapeados de una iglesia. Vuelvo una esquina: otra iglesia me sale al camino.
Por las calles, uno de esos silencios rumorosos de catedral, hechos de murmullos de labios en oración.
Suenan campanas. Un hombre del pueblo pasa rozando las paredes, calzado de alpargatas, sin hacer más ruido que el de una sombra al cruzar un corredor de monasterio.
Un misticismo cubre las casas. De la sombra salen las polainas blancas de un vigilante cuidadoso, como si temiera perturbar aquella unción general.
Óyense nuevas campanas que tocan devotas armonías.
No hay que dudarlo: estoy en los Santos Lugares argentinos.
¡Deo gratias!”

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