
Es uno de esos viernes de fin de año, donde las carteleras se superponen, el movimiento se duplica, la oferta se diversifica. Hay en la ciudad una vida artística y cultural contagiosa que expresa y convoca a las tribus.
Las condiciones en que trabajaban los hacheros y su vida durante los meses que pasaban en el monte cordobés con sus familias, se muestran en la nota del semanario que aquí concluimos de compartir.
Cultura10 de septiembre de 2025
Víctor Ramés
Por Víctor Ramés
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Hacheros en los obrajes cordobeses, 1917 (Segunda parte)
Para Héctor A. Bignone, autor de la nota “Vida en el obraje” publicada por Caras y caretas en diciembre de 1917, todos los problemas que podían entorpecer el rendimiento del trabajo de la tala del monte, provenían de lo que el llama “la moralidad del trabajador”. Afirmaba, sin eufemismos, que “en general el hachador, principal factor de la industria leñera, es el que más la obstaculiza”. ¿Qué cosas eran una amenaza para los capitalistas? Por ejemplo, ser mañosos al acomodar la leña en hatos, para sumar más a su paga; tener la tendencia a “dejar clavos” en las proveedurías, y, en caso de conflictos, “cosas peores” como “las huelgas, las paralizaciones, los malos cumplimientos”. El hachero era la fuente de los únicos males que pueden afectar la producción. Entrevemos la postura ideológica del autor en esa tradicional mirada por sobre el hombro a los que venden su fuerza de trabajo, agentes directos del desmonte y la deforestación autóctona, pero último orejón del tarro en la dinámica de las clases sociales. Así fue que, en base a la explotación de tantos trabajadores rurales, extensas áreas del bosque serrano serían talados para alimentar los hornos de cal y la provisión de carbón vegetal durante el período de entreguerras europeas.
Continuemos la lectura de la nota de “Caras”:
“Así, cada hachador, o cada grupo de hachadores —pues entre ellos se organizan y dividen de a tres o de a cuatro, capitaneados o encabezados por uno—tiene en la «proveeduría» una cuenta corriente que saldan o arreglan quincenalmente.
Y allí está toda la ocupación, todo el desvelo del contratista: en hacer trabajar a sus hombres para que siempre tengan leña hachada por un valor igual a las mercaderías recibidas: desvelo que tiene su explicación en la desmedida afición del hachador de dejar «clavos» e irse en el momento menos pensado, hacia otros rumbos mejores, o peores.
Ese contralor es, por otra parte, fácil de hacer, pues, si la leña se le recibe al hachador por bulto, que denominan «pila». Esta tiene las dimensiones siguientes: 16 pies de largo, 4 de alto y el ancho que se designe como largo de la leña. No obstante, no todo es recibir leña apilada, pues los hachadores buscan siempre poner la menor cantidad de leña en el menor espacio posible, logrando así ganar más, trabajando menos, maña harto frecuente y por lo demás muy vulgar en el trabajador. El precio se establece por pila.
Actualmente y en algunos puntos de la provincia se usa también como medida el metro cuadrado, es decir que varía la dimensión de la pila, siendo aquélla de un metro en todo sentido.
El hachador entrega, pues, el trabajo de su quincena, y sigue hachando la parte de monte que se le ha designado —una franja de 10 metros de ancho, generalmente— y que en lenguaje montaraz, se denomina lucha. Para evitar que entregue dos veces la misma pila, esta se marca con cal o con pintura.
Viene luego el carrero, segundo factor de importancia en el obraje, al que se le entrega su carga en la misma forma que le fue recibida al hachador, estabIeciéndose el precio del acarreo igualmente, por pila.
Recién entonces, la leña sale del monte con destino a la estación del ferrocarril de donde se desparrama por los centros industriales.
Esta vida, al parecer tan sencilla como pasaje de égloga, tiene sin embargo sus contrariedades. Hay múltiples factores que entorpecen el trabajo del obraje, y con ser tantos, todos se resumen en uno solo: la moralidad del hachador.
Cuadra aquí el viejísimo adagio: la excepción hace la regla; pero en general el hachador, principal factor de la industria leñera, es el que más la obstaculiza.
Mucho se ha escrito y hablado de las expoliaciones a que se les somete en los obrajes del Norte de la República, donde la falta de todo tal vez permita esa expoliación; pero aquí, en Córdoba, donde esa vida montaraz, semisalvaje, establece un marcado contraste con la vida activa y civilizada de las colonias y de los establecimientos ganaderos, sucede todo lo contrario. Ante la demanda extraordinaria de leña, el hachador ha pasado a ser un trabajador buscadísimo; y sea porque comprende su papel, sea por su innata manera de ser, lo cierto es que nunca se encuentra conforme con las condiciones del trabajo; es pendenciero, discutidor, insolente. Así se le contrate a precios ventajosos, no da un hachazo sin que salga de sus labios una protesta airada y descarada.
Se suceden entonces las huelgas, las paralizaciones, los malos cumplimientos, todo lo que, aun lo mínimo, trae aparejados perjuicios serios y constantes, pues el industrial, hombre que generalmente tiene solvencia y responsabilidad, no puede eludir contratos y compromisos que están, en esa forma, supeditados en un todo al capricho de lo más pequeño.
Con todo, los montes de Córdoba se van, y donde el hachador volteaba árboles, hosco y rezongón, empieza poco a poco el arado a remover la tierra virgen, que parece abrirse con un rasgueo de gratitud, ante la caricia del sol, que fecundará la semilla que han de recibir los surcos en el invierno próximo.
Héctor A. Bignone
Córdoba, 1917.”
Si bien a mitad de siglo XX se decidiría reemplazar la leña por otros combustibles, y se redefiniría la protección y repoblación forestal, lo cierto es que se dio lugar a una reforestación totalmente ajena al paisaje original, que determinó el reemplazo de los bosques nativos por especies exóticas (pinos y eucaliptos propios de un paisaje europeo, por ejemplo). En lo referente a los trabajadores -y eso que mediaron antecedentes de gobiernos más próximos a la justicia social- todavía hoy algunos hacheros siguen trabajando hasta 14 horas diarias, viviendo en campamentos míseros, y cobrando sueldos magros, como si todo no fuese más que un ayer eterno.

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