Hacia dónde sopla el viento

J.C. Maraddón

En enero de 1990, el mundo se sorprendía ante la noticia de una fusión empresarial que, según se creía entonces, daba lugar a la aparición de uno de los mayores conglomerados de medios de comunicación que se hubieran conocido a lo largo de la historia hasta ese momento. Warner Communications, una de las majors de la industria audiovisual, se unía al gigante mediático Time Inc., para juntas pasar a llamarse Time Warner Inc. y así conformar un monstruo que generaba el terror de sus eventuales competidoras, cuya envergadura no le llegaba ni a los talones a esa nueva firma que irrumpía en el panorama.

En aquella época, la televisión por cable se disponía a atravesar sus mejores años, con una expansión que empalidecía el predominio que había ejercido en el mercado la TV abierta a lo largo de varias décadas. Y el periodismo gráfico se esforzaba por afianzar su imperio, mediante una serie de cambios que le posibilitaban ser aún la vía de acceso a la información más confiable, a lo que comenzaban a agregarse herramientas visuales destinadas a conquistar las nuevas generaciones de lectores, mientras que el público tradicional se deleitaba con las columnas de opinión y los dossiers de investigación.

Al reunir los atractivos de ambos soportes, la flamante Time Warner encarnaba la proa de un avance hacia el futuro muy apreciado en esos años. Además, se correspondía con la tendencia a la aparición de trusts empresarios tan propia de ese tiempo, cuando las ideas neoliberales propiciaban el mejor aprovechamiento de los recursos y una integración horizontal y vertical que, en el límite de un comportamiento monopólico, garantizaba una oferta para todos los gustos y fidelizaba a los consumidores al poner a su alcance productos culturales de la más diversa índole, siempre de acuerdo a los patrones de esos inicios de los años noventa.

Pero hablar de hoy de Time Warner se asemeja bastante a recordar las eras en que los dinosaurios reinaban sobre el planeta. Porque apenas unos meses después de aquel gran anuncio, hizo su debut Windows 3.0, un sistema operativo para computación que representaba un enorme crecimiento con respecto a sus versiones previas y que colocaba a la compañía Microsoft, de Bill Gates, como un jugador de peso en la economía mundial. En 1995, sumaron a las prestaciones de Windows el navegador Internet Explorer, que fue la llave para que el uso de la red se tornara popular.

En tan solo un lustro, las condiciones habían variado del tal modo que los servicios prestados por Time Warner dejaron de proponer una puerta hacia el mañana para caer en un anquilosamiento precoz. El avance de la virtualidad adquirió un vértigo desaforado y muy pronto cayeron en desuso las vías de acceso a la información y el entretenimiento que sustentaban el prestigio de ese coloso nacido en 1990. A 35 años de aquellos lejanos últimos días de una humanidad todavía no conectada a la web, son las corporaciones que brindan servicios online las que se llevan la parte del león en las transacciones económicas globales.

Por eso, la información que trascendió el viernes sobre la compra de la actual Warner Bros. Discovery por parte de Netflix, no deja de ser una consecuencia natural de esa evolución que pone a las viejas estructuras societarias del siglo veinte en manos de aquellos que supieron leer con mayor eficiencia hacia dónde soplaban los vientos. El problema es que ese desarrollo tecnológico que prometía incrementar la pluralidad democrática, ha delineado una aristocracia de empresarios ávidos de poder que ejercen sus dominios sobre un campo cada vez más extenso y peligroso.