Nacional Por: Javier Boher06 de septiembre de 2023

Esperando los debates

Los rumores de que Javier Milei no participaría de los encuentros obligatorios nos hacen reflexionar sobre la importancia de los mismos.

Por Javier Boher

rjboher@gmail.com


Este año se cumplen cuatro décadas desde el regreso de la democracia. Anhelada por muchos, marcó el fin de una forma de disputa política que llegaba al uso de las armas y el enfrentamiento directo. Desde entonces la violencia política ha desaparecido, pero han crecido otras tensiones que no consiguen canalizarse de ninguna manera adecuada.

Nuestro sistema electoral ha ido acumulando capa sobre capa de malas decisiones. Ya lo hemos repasado hace un tiempo, pero hay muchas cosas que entorpecen el correcto funcionamiento de la democracia, como que las nuevas autoridades asuman en diciembre y a los días ya estén de vacaciones. Cada cuatro años se vuelve a ver lo mismo, que a nadie le molesta.

Pese a esos problemas, poco a poco también ha habido aciertos. La cofradía de los politólogos somos defensores de las PASO, que podrían ser mejores pero que resuelven parte del problema de la eliminación del colegio electoral y de unas reglas para ser elegido presidente que dejan bastante que desear.

Una de las cosas más importantes es el debate presidencial obligatorio, una práctica que los argentinos no tenemos incorporada a ningún nivel de gobierno. Estamos tan acostumbrados a que los políticos hablen en entornos controlados, con preguntas pautadas o ante periodistas “del palo” (a los que cabría definir como propagandistas o militantes antes que como periodistas) que no nos parece obvio que los políticos deban enfrentarse unos con otros con argumentos sobre qué piensan hacer y cómo pretenden gobernar.

El debate lleva dos elecciones entre nosotros. En 2015 se implementó por primera vez, siendo más recordado el mano a mano entre Macri y Scioli que el resto de los encuentros. Scioli había faltado al primero, por lo que la presión para ir al segundo fue muy fuerte.

En 2019 hubo una segunda edición, a la que asistieron todos los candidatos. Algunos más preparados, otros menos, pero todos cumplieron con su obligación.

Cuando todos estábamos esperando ver de qué manera podía resolver Javier Milei los problemas que le trae su personalidad volcánica, de golpe apareció el rumor de que estarían viendo la posibilidad de que no asista a los encuentros. De manual.

Los textos académicos plantean que los que marchan primeros en las encuestas deben evitar exponerse a situaciones que puedan producir una merma en su caudal de votos. Por eso en Córdoba llevamos quince años sin ver a los candidatos a gobernador en un debate, por lo bien que supo usar su tiempo un Luis Juez que corría de atrás y casi gana la elección. Por eso también Angeloz le habló a una silla vacía cuando Menem lo dejó plantado.

La penalización por no presentarse a los debates es la pérdida del espacio publicitario, algo que para un candidato que ha construido su fama de manera orgánica a través de las redes sociales parece muy poco castigo. Es un precio muy bajo a pagar por algo que en los papeles le resultaría muy conveniente.

La única vez que se vio al ganador de las PASO en un debate fue hace dos años, cuando en un canal de televisión organizaron un careo entre algunos de los que disputaban una banca para el Congreso por la Capital Federal. Logró contener esa personalidad explosiva, para que el león parezca un gatito. No parecía que la casta le tuviese miedo a él, sino todo lo contrario.

Algunas personas sostienen que los debates no tienen un impacto tan grande en la definición del voto. Definitivamente el voto duro de cada candidato seguirá ahí una vez que pase el encuentro en el que responden desde detrás de los atriles. Sin embargo, quizás lo más importante no es cómo pueda influir en los votantes, sino la posibilidad de ver a los que esperan ser los conductores de los destinos de casi 50 millones de argentinos en una situación que les genere cierta incomodidad.

Aunque en los encuentros no se estilen las preguntas cruzadas o las repreguntas, se está planteando la posibilidad de cambiar dicha situación. ¿No es, acaso, fundamental saber cómo reaccionaría un presidente si se lo pone bajo presión?¿no necesita la gente tener un pantallazo de las herramientas con las cuales los candidatos podrían desempeñar un cargo en el que se enfrentarían a situaciones muy delicadas? Probablemente pocos hayan visto la magnitud del fiasco de Alberto Fernández cuando se produjo el debate, pero al menos quedó el registro fílmico para que podamos volver a repasarlo y flagelarnos ante tamaño error.

Existe el lugar común de que los peronistas son grandes líderes, buenos oradores, hábiles con la palabra y la gente. Sin embargo, siempre evitan este tipo de situaciones que los dejarían expuestos. Prefieren hacer el acting de machos bravos ante las cámaras amigas en lugar de pararse en donde realmente se puede ver de qué madera política están hechos. No les gusta el riesgo que corren de quedar expuestos.

El debate los puede llevar a un terreno de barro y chicanas que no les gusta, uno donde quede en evidencia su verdadera naturaleza. Paradójicamente, esas respuestas sinceras son mejores que las que se ensayaron previamente, pero también son peligrosas. Es tentador pensar qué podría pasar si a Milei le hablaran de su difunto perro Conan, a Bullrich del lugar común del alcohol o a Massa de las coimas de la aduana.

Hay una recordada frase de Groucho Marx que dice que es mejor callar y pasar por tonto que hablar y despejar las dudas. Podríamos tratar de parafrasear para ajustarla a cada uno de los candidatos, pero no parece hacer falta. Así, en su sabor original, parece irle bien a todos.

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