Nacional Por: Javier Boher15 de julio de 2024

Trump cabalgó el ataque

El atentado contra el ex presidente norteamericano reflejó la profundidad de la crisis democrática y la manera de explotarla en beneficio propio

Por Javier Boher 
rjboher@gmail.com

El mundo nos queda lejos. Estamos confinados a un rincón alejado de lo que pasa en el resto del globo y, sin embargo, todo nos termina llegando. El intento de magnicidio de Donald Trump es una de esas cosas que no tiene nada que ver con nosotros pero que, llegado el momento, puede definir parte de nuestro destino.

El siglo XX y buena parte del siglo XXI han marcado que el presidente norteamericano de turno es el hombre más importante de la política internacional. Amado u odiado, nunca es una figura intrascendente, al punto de que en cualquier sondeo en la vía pública la mayoría de la gente va a ser capaz de señalar al primer mandatario del país del norte antes que a la mitad de sus diputados o una buena parte de sus legisladores provinciales. Nadie es ajeno a lo que pasa en Estados Unidos, especialmente si se trata de un ataque al que casi con certeza será el próximo presidente del país.

El nuestro es un diario local para el que la realidad global prácticamente no existe. A la excepción, claramente, la marca un suceso tan extraordinario como el del pasado sábado. Aunque alguien puede haber estado esperando algo por el estilo (por la cantidad de muertes violentas que se registran en el país gobernado por Joe Biden) a nadie se le podría haber ocurrido que podían estar tan cerca de lograr su objetivo, transformando bruscamente la realidad política global.

Lo que pasó en Estados Unidos no se puede extrapolar directamente a la Argentina, país donde hace no tanto tiempo tuvimos nuestra propia versión de magnicidio con la ex presidenta Kirchner. La realidad global nos afecta e influye, pero no de la misma manera que a todos. La política del enfrentamiento, de la grieta, de la división política es lo que se impone en el mundo actual, pero con consecuencias distintas y reales en cada latitud. A pesar de ello, considerar a la víctima como responsable del ataque es una actitud que no refleja realmente la gravedad del hecho.

Tal como ocurrió en nuestro país con Cristina Kirchner, no faltó gente dispuesta a culpar del ataque a quien recibió un balazo que apenas lo rozó, pero que podría haberle costado la vida. No importa acá el nivel de virulencia o de enojo que puedan tener las habituales alocuciones del ex presidente Trump, la responsabilidad de pasar a la acción recae pura y exclusivamente en la persona que decidió apostarse, apuntar y apretar el gatillo. Como leí alguna vez por ahí, los humanos inventamos atacarnos con palabras para dejar de rompernos las cabezas con piedras. El discurso, sin importar su agresividad, es mucho menos nocivo que empuñar un arma.

Hace poco terminé de ver la serie danesa Borgen. La protagonista es una idealista que evita incurrir en las prácticas actuales de la política, como meterse con la vida personal de sus adversarios o polarizar para tratar de construir una circunstancial mayoría electoral. Su construcción siempre es desde la moderación, desde el centro del espectro ideológico y tratando de superar con argumentos a sus rivales. Tal vez por eso la serie parece tan infantil: no refleja la virulencia de la política actual, en la que la construcción de grietas y enemigos pone a prueba la idea misma de democracia.

Trump, Bolsonaro o Milei representan a un extremo ideológico del fenómeno populista que en el otro extremo también reconoció a Chávez, Fidel Castro o Cristina Kirchner. Unos y otros eligen definirse por oposición y negar a la contraparte, empujando el debate público al punto de considerar que su propia existencia depende de que los otros no tengan nada de poder (o, en el peor de los casos, directamente desaparezcan). En esa lucha por la unanimidad se habilita que aparezcan individuos emocionalmente rotos a terminar de romper las cosas.

El atentado fallido es el reflejo de un problema social más profundo en el que se pierden los valores democráticos que aseguran la convivencia en el marco del Estado de derecho, la única posibilidad real de convivencia y tolerancia. Lo que vendrá por delante -para Estados Unidos y el mundo- es una exacerbación de la política de la negación y la enemistad, en el que facciones conservadores o progresistas defenderán sus posturas sin mesura y con fervor. 

Trump, un tiempista de la política y de los medios, interpretó perfectamente bien la situación y se acomodó para que la discusión se dé en sus propios términos. Una vez que escuchó que el tirador había sido abatido se puso de pie y alzó su puño por entre medio de los custodios, exaltando a sus seguidores con la consigna “fight!”, pidiéndoles que den pelea ante lo que viene. 

Frente a un Biden achacado y con lagunas, Trump se presentó como un líder fuerte, capaz de sobreponerse a las adversidades. La bala lo pasó por el lado y él no dudó en subirse para terminar de abrochar la victoria que se esperaba en la previa. El riesgo de esta política de confrontaciones profundas es que se vean cada vez más episodios como este, con políticos incentivando la división y desalentado la convivencia, empujando a más inadaptados a romper las reglas del mundo democrático.

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