Cristina no se jubila
La ex presidenta quiere ir por la presidencia del PJ, una jugada necesaria para ella pero nociva para el peronismo
Por Javier Boher
Ningún político se quiere retirar. Todos buscan sostenerse hasta más allá de lo debido, por eso la única forma de que dejen de ocupar los espacios de poder es que la renovación los obligue a dar un paso al costado. Como si fuese por una especie de darwinismo institucional, la supervivencia del partido depende de la supervivencia de los más aptos: todo partido sometido a un liderazgo menguante está condenado a su dilución.
La historia argentina tiene a varios políticos que creyeron poder encabezar algún tipo de espacio y terminaron con pocos votos, integrados en otros espacios como rémoras que prosperan solo cuando a otros les va bien. La mayoría de estos salió del radicalismo: Frondizi, Alende, Lopez Murphy o Lilita Carrió fueron más o menos lo mismo. En Córdoba, que no puede evitar ser la excepción, Luis Juez se abrió del peronismo y más o menos se sostiene en el tiempo, aunque muchos de sus compañeros originales volvieron al justicialismo o recalaron en alguna de las múltiples franquicias del kirchnerismo.
El peronismo siempre supo tener el vigor para la autodepuración. El fuerte verticalismo y la disciplina partidaria no representaban un problema para los que buscaban la conducción cuando percibían debilidad en el liderazgo. Pasó en Córdoba con De la Sota, pero también a nivel nacional con Menem. En 1999 era casi imposible encontrar a un peronista que no quisiera un tercer mandato del riojano. En 2005 un menemista era raro como un gorila albino.
Desde hace tiempo el peronismo ha perdido esa cualidad, desorientado políticamente por seguir el rumbo marcado por un liderazgo cada vez menos representativo. El peronismo nacional es un sello, con fuerzas provinciales que juegan con libertad frente a las directrices que se emiten desde la cúpula. Solo alguien con muy poca vocación de poder es capaz de sostener en Córdoba un alineamiento férreo a la ex presidenta.
Cristina Fernández de Kirchner ya tuvo su momento de gloria, pero se resiste a correrse de la política. Podría seguir trabajando lejos de los primeros planos, operando para buscar su impunidad (lo que rápidamente entendió un Menem que en 2005 se concentró en llegar al Senado y desaparecer del radar), pero prefiere ser el obstáculo para la unidad justicialista a partir de su necesidad de reconocimiento.
Ayer publicó una carta -como amante del género epistolar, convencida de que las misivas quedarán en los libros de historia- para confirmar su postulación para presidir el peronismo nacional. Después de un tibio operativo clamor buscó la centralidad en el debate para ser la sucesora de Alberto Fernández al frente del partido del general Perón.
No hay dudas de que su facción es numerosa y bastante ruidosa, lo que la hace pasar por mayoritaria, aunque probablemente solo sea la primera minoría dentro del movimiento. Mientras en el resto de la oposición hay un par de nombres en danza para candidatearse en 2027, el kirchnerismo insiste con una figura de una altísima imagen negativa que seguiría bloqueando cualquier posibilidad de renovación en el espectro peronista. Es tan fuerte esa vocación personalista que apuesta al sabotaje de otros que puedan opacar su lugar, los que además se someten mansamente a esa tiranía partidaria en lugar de proponer un cambio de caras.
La negociación y el acuerdo deberían ser el camino para resolver el entuerto, pero el conflicto no se debería descartar cuando las estructuras no aceptan oxigenarse. Los votos tienen una identidad política no necesariamente partidaria, de ahí que hay que pelear por representar a la gente, al sujeto histórico que confía en los candidatos que mejor reflejan su parecer. Los partidos son instituciones fundamentales de la democracia, pero el fetichismo partidario tarde o temprano se convierte en onanismo y endogamia.
La obstinación de Cristina Kirchner bloquea la posibilidad de renovación en el espacio peronista, cuyos votos van migrando a otras opciones de corte similar pero sin organicidad. La marcha, la liturgia del bombo o los dos dedos en V no son la esencia del peronismo, por más que le haya dado identidad y cohesión en algunos momentos. Es como el haka neocelandés, un rasgo identitario muy reconocible que no es lo que gana los partidos.
El gobierno de Milei tiene problemas en distintos frentes, pero la oposición se pelea por hacerle las cosas más fáciles. Se amontonan en la disputa por las mismas consignas o impiden la renovación, mientras que Milei pelea por el único espacio casi sin disputa de la representación. Cristina es un límite para mucha gente que incluso no recuerda su presidencia y para la que no representa ninguna idea de bienestar.
Los políticos nunca se quieren jubilar. El problema, como le pasa ahora al peronismo, es que los políticos jóvenes renuncien a su obligación de forzarlos a correrse del medio. Cuando eso no pasa, malos años le tocan a los partidos que no cambian y buenas elecciones le tocan a los que ofrecen algo novedoso. Habrá que ver en 2025 quien tiene algo nuevo para mostrar.
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