Lo empleados de Intercargo arman las valijas
La decisión del gobierno de despedir a 15 trabajadores por su accionar el día miércoles es una nueva señal a sus votantes
Por Javier Boher
Al tema de los sindicatos lo solemos tocar seguido, quizás porque como trabajador nunca me tocó uno que me represente de manera decente. Lo que debería ser un mecanismo para la defensa de los intereses de los trabajadores suele ser una agrupación subordinada a un partido político y que se aprovecha de su representación monopólica de una rama de trabajo.
Los gremios son fundamentales en cualquier sociedad capitalista, en la medida en la que funcionen como corresponde, defendiendo a los individuos frente a las patronales. Esto, sin embargo, no significa destruir la producción o el funcionamiento de la vida y economía del país por una necesidad sectorial puntual. La violencia y prepotencia de los gremios argentinos siguen las prácticas más fuertes del sindicalismo clasista, el que quiere hacer la revolución. Podemos pensar, por ejemplo, en el SUOEM, que ha roto la ciudad más veces que terremotos, inundaciones o tormentas de granizo juntas.
Los sindicalistas se creen dueños de los trabajadores. No permiten el libre ejercicio de los derechos laborales o económicos, amedrentando a quienes deberían proteger. No tienen la adhesión de las bases, sino que las dominan mediante el uso de la fuerza. Yo mismo los he visto obligando a trabajadores de una estación de servicios del interior a que dejen de expender combustible, de modo muy agresivo y sin dejar mucho margen para hacer otra cosa.
Tal como puse en alguna otra nota, el sindicalismo quedó atrapado hace 30 años. Las desregulaciones del menemismo los golpearon fuerte, sobreviviendo apenas con los anabólicos del empleo público y la economía cerrada del kirchnerismo. Hoy solamente son fuertes en aquellas ramas en las que se le debe facturar al Estado o en los rubros en los que es fundamental estar en blanco. Fuera de eso, los sindicatos -como el trabajo registrado- no existen.
El problema, claramente, es lo que hace allí donde no desapareció, donde sigue teniendo la posibilidad de hablar en nombre de los trabajadores. Tomemos el caso más importante de esta semana, el de la empresa Intercargo. La misma es la que presta el servicio de manipulación de equipaje (quizás esa no es la palabra correcta, pero es la que mejor encaja con el manoseo al que lo someten, con varias denuncias por robo que nunca llegan a nada) y de rampas para el descenso desde los aviones. El miércoles fue noticia porque algunos de sus trabajadores decidieron no prestar el servicio a modo de protesta, dejando encerrados en los aviones a más o menos 2.000 personas.
Ayer el ministro Caputo confirmó que se desvincularía a los responsables de esos actos, 15 trabajadores. Así fue como desde el gremio redoblaron la apuesta para presionar por la reincorporación, como si el puesto de trabajo fuese de cada trabajador y no de una empresa que necesita que se realicen ciertas tareas. Finalmente el gobierno anunció la desregulación del sector, la adopción de un mecanismo de emergencia para evitar que se repitan tales cosas y la posibilidad de privatizar la empresa. La jugada del sindicato salió al revés.
Hace años discutíamos sobre los gremios con unos amigos, a raíz de las dificultades de Hugo Moyano para leer en voz alta. Hubo algo que me quedó grabado. No importa qué tan poco formados, brutos o violentos puedan ser los sindicalistas, tienen una idea clara de lo que quieren y saben cuáles son las formas más eficientes para presionar sobre los gobiernos. Esa afirmación hoy puede ser puesta en duda, pero básicamente porque los gremios se han encontrado de frente con un grupo igual de poco formado, bruto y sectario, pero que camina en sentido opuesto. No necesitan grandes libros ni teorías, les alcanza con la convicción: de eso se trata eso de “las fuerzas del cielo” que repite Milei. Nadie puede dudar de que hay más sindicalistas que militantes libertarios, pero la convicción y el cambio de época favorecen al bando del presidente.
Los gremios se enfrentan ahora a una disyuntiva: o se modernizan o pierden. Así como ayer hablamos de que los partidos no encuentran su lugar en esta nueva forma que está adoptando la democracia, los sindicatos no logran encontrar su rol en una economía que se empieza a desregular (y donde deberían ser más importantes). En ese desconcierto se aferran a las viejas mañas, perjudicando a los usuarios y hundiendo más su prestigio, como quien se hunde al tratar de salir de arenas movedizas.
La demanda popular sigue del lado del gobierno, opuesta a la agenda de todos los socios de las cuatro experiencias kirchneristas. Hace unos años escribí una nota sobre el gremio docente y me llamó el secretario general para cuestionarme que no brindaban las prestaciones por la crisis económica. “¡Pero ustedes hicieron campaña por este gobierno!”, le dije. “¿Y qué importa? Esto no tiene que ver con política”, me dijo. Ante esa calidad de representantes es lógico que la gente los considere unos chantas y celebre privatizaciones, desregulaciones, despidos y todo lo que los haga enojar. Es que, cuánto más enojados se ponen los sindicatos, más se aferran los votantes del gobierno a esa decisión que tomaron cuando fueron a las urnas en noviembre del año pasado.
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