Por Javier Boher
Prácticamente no conozco Río Cuarto, así que no puedo saber qué tal son los barrios Castelli II o Bimaco que menciona la noticia que me crucé en las redes sobre un hombre cansado de la inseguridad. Quizás son barrios populares, barrios inseguros, barrios “feos”, esa forma que usa la gente para no decir que es un lugar en el que nunca viviría. Aunque así fuese, todos los ciudadanos tienen el mismo derecho a recibir seguridad. Para eso existe el Estado, para no tener que jurarle lealtad a un señor feudal o a un capo narco, ni para tener que contratar seguridad privada.
Prácticamente no quedan casas sin rejas y alarmas o alarmas comunitarias; se multiplican los barrios cerrados, housings o torres que prometen aislar a los inquilinos de la inseguridad exterior, con más éxito que los barrios abiertos pero sin la posibilidad de eliminar plenamente el riesgo de sufrir un robo. El Estado cobra para dar servicios que no brinda y se enoja si los ciudadanos reclaman.
El caso de Río Cuarto me recordó de una historia personal de hace más de quince años. Cansando de los robos, con los estudios de ciencia política a flor de piel, decidí que iba a hacer la misma presentación que el vecino de la nota: “si el Estado no me protege, aviso que puedo hacer justicia por mano propia”. En mi caso fue mucho más elaborado, ya que recurrí a un poco del contractualismo para justificar una denuncia simbólica. Si todos los ciudadanos entregan el derecho de ejercer violencia a una autoridad central, pero la misma no impone un orden a través del uso de la fuerza, hay un incumplimiento del contrato por la parte que decidió retirarle las armas a la población para quedárselas ella. Simple.
Por supuesto que me dijeron que estaba loco y que eso no iba a valer de nada si efectivamente hacía algo, pero al menos sirvió para que la oficial de policía que me tomaba las denuncias me dijera que me fuera a Córdoba, porque ahí había algo raro con lo mío. Ahí nomás se cortó todo, quizás por una casualidad o tal vez porque siguieron creyendo que estaba loco, pero ahora del tipo peligroso. Imposible saberlo.
El reclamo del vecino riocuartense se da después de diez robos en el lapso de un año, una cifra altísima. A mucha gente le pasa lo mismo en distintos puntos de la provincia, con un costo económico por las pérdidas materiales, pero fundamentalmente emocional, por la intranquilidad con la que puede vivir alguien a quien le entran a robar más o menos una vez por mes.
El tema se relaciona con la discusión de Villa Allende y las rejas que quieren poner en las calles de noche, una locura que solo puede salir de la cabeza de gente que no piensa en todas las cosas que pueden salir mal con algo así. Si de por sí una casa con rejas es un peligro para los moradores (¿cómo se sale de un segundo piso en caso de incendio?), imaginemos vallar toda una ciudad, dificultando la circulación de los ladrones, pero también de policías, ambulancias y personas necesitadas de ayuda.
Aunque no hay mayores precisiones técnicas, está clarísimo que los delincuentes encontrarían la forma de sacarle provecho, porque su ocupación principal es esa, evadir las normas y los controles. Ni hablar que detrás de esto también alguien haría un negocio enorme, alguien que seguramente no tiene problemas de inseguridad en su domicilio.
Si bien es cierto que Argentina es un país más seguro que otros de la región y del mundo (hay una muy baja tasa de crímenes violentos), también lo es que la inseguridad sigue en aumento, con nuevas modalidades que se renuevan permanentemente y dificultan la preservación por parte de los ciudadanos.
El reclamo del ciudadano que motiva la nota es similar al que se escucha en tantos lugares de la provincia: la policía demora en llegar cada vez que se la llama. A eso le agrega algo muy a tono con la época: no hacen falta políticos que pinten plazas, una moda que parece haberse extendido por el territorio. Aunque la recuperación del espacio público es también una política de seguridad, eso no alcanza para mejorar la calidad de vida de la gente. El Estado debe usar su poder coercitivo en defensa de los ciudadanos, no solamente para cobrarles impuestos.
Todos los días se cronican hechos de inseguridad y casi con certeza habrá muchos más con el correr de los meses. Se ha naturalizado el vivir con miedo, el perder todo por el accionar de los ladrones y que los políticos pongan cara de compungidos y abracen viejas antes de subirse a su auto con chofer para que los lleven de vuelta al country. Si hay un contrato social según el cual los ciudadanos le reconocen al Estado su capacidad para imponer un orden, hay que empezar a hacerlo valer, exigiendo que cumpla la parte que le corresponde. Es muy injusto que los eslabones más débiles de la cadena se lleven la peor parte.