Por Javier Boher
Hay cosas que no tienen una explicación racional, sino que son el resultado de la casualidad, de algún capricho del destino o simplemente de algún capricho de otro estilo, mayormente ideológico. Hubo dos noticias que llamaron mi atención por cómo se relacionan con el 24 de marzo, a pesar de que aparentemente ninguna tiene nada que ver con el mismo.
El primero de estos episodios fue la muerte de un ciudadano en una estación de servicios cordobesa, tras una situación poco clara entre la policía y el señor en cuestión. La discusión fue por $10.000, que el fallecido se había negado a pagar.
Los detalles propios de una columna de la sección policiales no nos interesan, pero sí nos importa la fecha. Es una casualidad un tanto macabra que justo el 24 de marzo un ciudadano se haya muerto en un confuso episodio con la policía. Que no se confunda el lector: no pretendo aquí decir que los uniformados son torturadores, golpistas, que quisieron mandar algún tipo de mensaje, ni nada por el estilo. Simplemente remarco esa coincidencia que vale más que cualquier marcha para reforzar la idea de que a las fuerzas de seguridad hay que capacitarlas y controlarlas para que puedan desempeñar su función.
Es muy fácil justificar el desenlace tras lo que pretenden hacer algunos de ensuciar al muerto. Quizás las afirmaciones son ciertas y el señor se resistió a la intervención policial y al arresto, así como también puede ser real lo que se dice respecto a sus antecedentes por resistencia a la autoridad y violencia familiar. Nada de eso justifica una muerte evitable.
Córdoba cada tanto tiene algún caso similar en el que los policías cruzan ciertos límites y se producen hechos lamentables. No son la regla, pero están, y siempre hay alguna intervención corporativa para tratar de salvar a los responsables del acto ilegal. Esas son las cosas que hacen que la gente desconfíe de las fuerzas y acepte el relato de que el poder del Estado es malo y que todo tipo de represión debe ser eliminada.
En 2020, plena pandemia, me tocó ir de urgencia a la guardia de la casa cuna porque suponíamos que mi hija había tomado pastillas para la tensión. Yo esperé afuera, pero después de un par de horas salió mi señora muy preocupada. Médicos, médicas, enfermeras y trabajadoras sociales la maltrataban tratando de hacerla confesar un supuesto acto homicida que no existía. Me quejé y llegué a hablar con alguien que me pidió perdón, pero que entendiera que el contexto era de mucha presión y que ellos viven con esos casos policiales (y otros aún peores) todo el tiempo.
Así como fue mi caso, con esto pasa lo mismo: puede haber un contexto de presión y pueden estar deshumanizados por lo que viven cotidianamente, pero nadie puede ser maltratado y abusado por esas justificaciones. Hay que activar protocolos que protejan a las fuerzas de seguridad de estas cosas, pero también que protejan a los ciudadanos de los abusos de parte de las fuerzas. La coincidencia con el Día de la Memoria potencia el efecto de la memoria y genera cierto escozor entre algunas personas. Es muy difícil que estos abusos no existan nunca más, pero no está de más seguir pidiendo que sean cada vez menos comunes.
El segundo evento es absolutamente diferente, en otra geografía y de un tono completamente distinto, pero también está atravesado por una fecha tan simbólica. Ayer, en los confines de la Argentina, Vialidad Nacional decidió demoler un monumento en memoria de Osvaldo Bayer, el escritor, periodista e historiador que se encargó de rescatar del olvido los sucesos de la Patagonia Rebelde, con la sangrienta represión a los peones anarquistas que no eran escuchados en sus reclamos. Soriano estuvo exiliado durante la dictadura y a su regreso siguió militando por la memoria.
Se puede especular sobre la decisión, pero no deja mucho margen para creer que fue producto de un error y no de un capricho ideológico e infantil. El argumento oficial es que estaba mal emplazado, sin permiso y obstruyendo obras hidráulicas, pero nada de todo eso justifica la destrucción en lugar de la remoción. Es de incultos e incivilizados andar destruyendo monumentos como ese, que no retratan a ningún dictador sanguinario (ni siquiera a un gobernante poco querido) sino a alguien que se encargó de que se le preste atención a la Patagonia austral.
Tal vez todas estas cosas sean casualidades, pero el hecho de que hayan coincidido tan cerca con una fecha tan sensible como la conmemoración de la última dictadura es un tanto llamativo. Quizás Dios esté en los detalles, pero siempre es más probable que el diablo meta la cola.