Por Javier Boher
Córdoba tiene numerosos problemas que vienen desde otras gestiones, desde otras décadas o incluso desde que Jerónimo Luis de Cabrera decidió fundar la ciudad, atravesada por un río y un arroyo que aún hoy dificultan la circulación y definen identidades diferentes a un lado u otro del cauce. No vale la pena enumerar todas las cosas malas que encontramos en la ciudad que más nos gusta, pero sí hay que concentrarse en una de las que nunca parece tener solución, la de los empleados municipales.
El Sindicato Único de Obreros y Empleados Municipales (más conocido por su diabólico acrónimo, Suoem) lleva un tiempo en pie de guerra. Nadie puede dudar -a esta altura del partido- de que estamos hablando de su propia naturaleza, ya que solamente los que tienen bastantes canas (en una cantidad parecida a la de Rubén Daniele), pueden recordar alguna época en la que los ciudadanos y funcionarios de Córdoba estuvieron por encima de los empleados, una verdadera casta con todas las letras. Al menos desde aquellos oscuros tiempos del cogobierno juecista, todo parece estar decidido por los que ocupan lugares importantes en la estructura del Estado.
Nunca hay que negar las responsabilidades políticas cuando se trata de la gestión, pero cierto es que nadie puede hacer magia. Cualquiera que haya seguido más o menos el fútbol argentino puede recordar lo que el plantel de Boca le hizo al Chino Benítez o a Ricardo La Volpe, yendo obscenamente para atrás tratando de perjudicarlo y dejando en claro que nadie puede ser buen conductor cuando los subordinados no hacen caso.
El fin de semana hubo una tragedia en el barrio Güemes, cuando se desprendió la fachada de un edificio, que cayó sobre una construcción lindera y terminó matando a una persona. A alguien, desconocedor del idioma castellano, se le ocurrió decir que eso fue un accidente, ignorando que para que ocurra tal cosa no se debería haber podido prevenir.
Todo en la vida de un edificio cordobés tiene que ver con la municipalidad. Hay que presentar papeles, carpetas, todo muy detallado y muy prolijo para que pueda pasar por el minucioso escrutinio del burócrata de turno. Cada línea, cada número, cada eje de medianera, incluso el detalle del tipo de árbol que se va a poner en la vereda (como me pasó cuando presentamos los planos de mi casa) son evaluados por un ejército de empleados que trabaja en el área, fieras deseosas de encontrar un error que se vuelven mucho más dóciles cuando sienten el aroma de hidratos de carbono que lleguen a tiempo para el refrigerio.
Como tantas otras cosas que se hacen en la municipalidad, a todos les importa lo que se hace en un escritorio y se plasma en el papel, casi un certificado de eximición de responsabilidades, porque se pasa a otra dependencia en ese largo laberinto de trámites interminables. Siempre hay una firma después de la propia para diluir las cargas.
Cada tanto pasa algo que desnuda lo que sucede de verdad, una danza ritual del papel que no evita que se caigan las fachadas, se incendien los edificios o revienten las cloacas. Cada uno que pone un sello y una forma en una hoja de manera mecánica, ajeno a lo que corresponde realmente a su tarea, barre la basura abajo de la alfombra, hasta que ya se hace demasiado evidente.
Por supuesto que la pérdida de una vida es gravísimo y que la justicia deberá investigar qué responsabilidad (y qué pena) le corresponde a cada eslabón en esa cadena de negligencias, pero es el resultado lógico (mas no inexorable, afortunadamente) de la desidia con la que los empleados municipales realizan sus tareas.
No hay dudas de que el derrumbe del fin de semana tiene más que ver con lo que perdura de la política en el tiempo -el Estado- que con lo que cambia cada un par de años -el gobierno-. Aunque pueda haber distintos gobiernos tomando decisiones, siempre hay empleados que pasan de gestión en gestión, muchas veces vendiendo su “expertise” a personas que necesitan de esa ayuda para conseguir que pasen sus expedientes.
Lo peor de todo esto es que esos empleados municipales son muy caros para los servicios que prestan de manera deficiente, pero igualmente presionan sobre el gobierno y sobre los ciudadanos con protestas que en cualquier momento pueden explotar en su virulencia, destruyendo la propiedad privada y el espacio público. En la ciudad ganó Milei y probablemente vuelvan a hacerlo -él o sus candidatos-. La gente reclama motosierra para esa casta que cada tanto se cobra una vida, afortunadamente más ocasionalmente de lo que podría ser.
En ese sentido se expresó el intendente Daniel Passerini, diciendo que él es médico y le sienta mejor el bisturí que la motosierra. Puede ser. Tal vez habría que recordarle que el asesino de la Masacre de Texas daba miedo con su motosierra, pero que el Doctor Hannibal Lecter -con un simple bisturí- podía ser mucho más espeluznante. En cualquier caso, viendo cómo protestan para que les paguen más, no parece que los municipales tengan tanto miedo de que los alcance algún artefacto de esos.