Por Javier Boher
El Estado es la institución política por excelencia, responsable de ordenar la sociedad (en el sentido de ayudar a la convivencia, no en el de planificar las vidas de las personas). Por esa centralidad en el día a día es que se convierte en el principal objeto de acción política. El Estado ejerce el poder político, un tipo de mando en el que un puñado de personas impone decisiones obligatorias sobre la mayoría, construyendo la autoridad a través de la legitimidad, que puede conseguirse de distintas formas.
Eso no parece tener mucho que ver con nuestro uso coloquial del término, donde le pedimos “al Estado” como ente genérico abstracto que nos resuelva un problema. Así, debe encargarse de salud y educación, de seguridad, del bache de la esquina o de la relación con los países en la ONU. No están claras las funciones, las escalas o las obligaciones de cada orden de cosas.
Por eso también sucede que se le pide “al Estado” cosas que en realidad le corresponden al gobierno (el responsable de la gestión diaria) en algún nivel en particular. De este modo llegamos a que hay que diferenciar al Estado (lo que perdura) del gobierno (lo que en un sistema representativo se renueva periódicamente), pero también distinguiendo entre los poderes ejecutivo (el que efectivamente gobierna) y legislativo (donde no todos forman parte del gobierno).
Esto, que a veces resulta un tanto confuso para la gente más involucrada en el día a día de la política, para muchas otras personas es directamente inaccesible. No pueden distinguir entre Estado, poder, gobierno, política, niveles de gobierno o poderes de gobierno. Todo es parte de una misma cosa amorfa, un “Estado” que algunos creen capturado por una “casta” y que otros extienden hasta ámbitos insospechados de la vida social.
La forma del Estado
Hace unos días primero el ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, estuvo celebrando en X los cambios propiciados por su cartera e implementados por el gobierno. Más allá de lo realizado, buena parte de esas acciones de desregulación todavía no han tenido un impacto verdaderamente significativo en la vida de la gente. Algunas de las razones se pueden encontrar en la existencia de otras normas complementarias que impiden la completa remoción de las barreras de las normas derogadas o de los organismos eliminados, pero también en recursos judiciales que todavía no han sido resueltos en los tribunales y que dejan a los empresarios con miedo ante la posibilidad de un incumplimiento que implique multas posteriores más caras, tal como ocurre con Sadaic.
Algo que tampoco es menor es el hecho de que para administrar el Estado hacen falta burócratas formados dentro del mismo, que tienen sus propios intereses (mayormente opuestos a los del gobierno actual). Así, en cada empleado que tiene un sello en la mano hay un posible foco de resistencia que va a seguir encontrando una resolución que les permita sostener el sistema funcionando como hasta ahora.
En los últimos días la polémica más grande vino dada por el cierre de Vialidad Nacional, epítome de la corrupción kirchnerista. Los resultados del organismo llevan años (o décadas) siendo magros. En una provincia como Córdoba, que probablemente sea la que tiene las mejores rutas del país, las peores son las de jurisdicción nacional, lo que ha motivado pedidos para el traspaso (como la 19 o la 158). Con el ejemplo de Córdoba es fácil desestimar los reclamos para sostener esa estructura ineficiente e improductiva. ¿A qué nivel de gobierno le corresponde gestionar las rutas?¿Cómo se financian?¿Cómo se las mantiene? Nadie parece buscar respuestas a esas preguntas, sino mantener un orgamigrama que lleva años sin resolver problemas.
Estado y gobierno
Un aspecto que tomó relevancia ayer fue el cruce entre la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y la vicepresidenta, Victoria Villarruel. La cuestión que motivó todo fue la sesión en el Senado para votar proyectos que el gobierno nacional entiende contrarios a sus objetivos económicos y políticos.
Bullrich ha sido legisladora y es Doctora en Ciencia Política, por lo que sabe perfectamente bien cuáles son los roles de cada poder y cuáles son las atribuciones que tiene la vicepresidenta, que como abogada le respondió con claridad.
Si bien este gobierno ha hecho una bandera del Estado pequeño, parece tener problemas entendiendo cuáles son los límites del gobierno, cuáles son los roles de los distintos poderes y cuáles son las cuestiones públicas que exceden sus posibilidades. El Senado es un poder político en el que se vela por los intereses de las provincias, no por los del gobierno nacional. El hecho de que la vicepresidenta presida el Senado tampoco resuelve nada, porque ella no es parte formal del Senado, sino que tiene un rol más ceremonial que muy ocasionalmente puede convocarla para destrabar una votación empatada. Debería estar dentro del gobierno por haber llegado al cargo de la mano del presidente, pero tampoco está ahí por decisión del entorno presidencial. Así, los límites entre una cosa y la otra no parecen estar para nada claros. Todo se reduce a la interpretación del “Triángulo de hierro” del presidente, su hermana Karina y Santiago Caputo.
Nadie parece querer ordenar las cosas. Todos disputan pequeñas batallas políticas escudados en la ambigüedad terminológica, mezclando y confundiendo los términos, sumando desconcierto entre la gente y hartazgo ante la política. Son buenos tiempos para soñar con una Argentina ordenada, pero la realidad marcha en sentido contrario.