Una prueba de veteranía
Tras unas primeras semanas de titubeos, tal vez en razón de los años que llevaba ausente de los estudios de TV, Mario Pergolini sacó a relucir sus dotes de animador en “Otro día perdido” y se propuso entretener a la ahora platinada audiencia que lo seguía 30 años atrás cuando era un transgresor temible.
J.C. Maraddón
A esta altura es indiscutible que el sistema de medios de comunicación del siglo veintiuno es muy distinto al de la centuria anterior, con las herramientas digitales y virtuales copando un espacio que hasta los años noventa era patrimonio del mercado de lo analógico. Entre la lenta agonía de los viejos mass media y la constante evolución tecnológica que invade todos los circuitos comunicativos, se debate el actual panorama, donde algunas antigüedades se dan con el gusto de sobrevivir, en tanto que las novedades no llegan a asentarse cuando ya son desplazadas por otra innovación que irrumpe con una fuerza irresistible.
Ahora bien, por un momento sería bueno detenerse a auscultar cuál es la reacción de las audiencias ante esta paleta de estímulos a la que es sometida y que cada vez les deja menos tiempo para actividades como el trabajo, los vínculos personales y el ocio sin que se entrometa allí una pantalla. Sin embargo, aquello que en un principio pareciera difícil de investigar, presenta características que surgen del sentido común, en cuanto a quiénes caen bajo el magnetismo de los prodigios tecnológicos y quiénes se mantienen en sus trece y reniegan de sumarse al fragor de las nuevas tendencias.
A no dudarlo, son los más jóvenes los que adoptan con entusiasmo cada nuevo soporte que se les va ofreciendo, porque sus pautas de conducta han sido encauzadas en el marco de los insistentes logros en el campo de la tecnología, a los que son particularmente permeables. En ese ir hacia adelante, van dejando en el camino artefactos y formatos obsoletos, cuya vigencia puede haberse extendido por décadas o por meses, pero que más allá de su duración han quedado fuera del circuito. En esto tiene mucho que ver también la necesidad de las sucesivas generaciones de diferenciarse de sus antecesores.
Por el otro lado, es probable que quienes han atravesado la fatídica barrera de los 40 tengan una mayor resistencia a adaptarse a estos virajes y se aferren a esa zona de confort que representan los dispositivos mediáticos de antaño a los que estaban acostumbrados. Son ellos los únicos que pueden garantizar la persistencia de una estructura comunicativa que, por más que intente incorporarse a las modas y sumar las recientes mejoras técnicas a su oferta, jamás podría quitarse de encima la pátina senil que la define hoy, al lado de los otros portentos que obnubilan a cualquiera y presionan por una urgente renovación.
El retorno de Mario Pergolini a la televisión abierta, que se produjo en julio de este año con el debut del programa “Otro día perdido” en el segmento nocturno de El Trece, ha puesto en claro determinadas certidumbres en un paisaje que se exhibe más bien como inextricable. A priori, después de que Pergolini se erigiera en una especie de gurú del porvenir, costaba entender que hubiera decidido volver a su primer amor para animar un ciclo diario en la tele. Este repliegue sonaba a derrota y era adjudicado a las abultadas deudas que debía afrontar tras su fracaso empresarial.
Luego de unas primeras semanas de titubeos y desajustes, tal vez en razón de los años que llevaba ausente de los estudios de TV, el legendario mentor de “CQC” sacó a relucir sus dotes de animador y se propuso entretener a la ahora platinada audiencia que lo seguía 30 años atrás, cuando era un transgresor temible. Sin perder picardía, investido de la mansedumbre que da la experiencia acumulada, Mario Pergolini ha pasado con mérito esta riesgosa prueba de veteranía, con la ayuda de su talento para entrevistar y de dos laderos siempre atentos como Laila Roth y Agustín Aristarán.