Nacional Por: Javier Boher26 de octubre de 2023

Por la unidad o el enchastre

El futuro de Juntos por el Cambio no depende más que de sus miembros, que de romper la coalición le facilitarían un eventual gobierno a un débil Sergio Massa.

Por Javier Boher

rjboher@gmail.com

El día de ayer ha sido uno de los más movidos en años. La certeza de que habrá un ballotage obligó a todos los actores a posicionarse, sea a favor de uno, de otro o por la neutralidad. Cada espacio político, cada partido o coalición está en condiciones de elegir apoyar a quien quiera. De eso se trata una democracia.

El juego del peronismo ha sido bastante evidente, empujando a los moralistas a poner objeciones respecto a la elección que toca hacer. Algunos dirigentes rescataron que el radicalismo fue neutral en el ballotage de 2003, pero se olvidan de decir que su candidato acababa de hacer la peor elección en la historia del partido. Por esas cosas de la vida, aquel radical hoy está con el kirchnerismo.

Hacerse ahora los desentendidos de aquellos años quizás funciona con los chicos más jóvenes, pero no con los que llevamos un par de años más pendientes de las noticias. En 2004 el radicalismo K era una realidad que se acercó al naciente gobierno de Néstor Kirchner. En 2007 le dieron al santaruceño tres gobernadores, un ministro de economía y un vicepresidente. Ni habla de que pusieron a un exministro de Duhalde y de Néstor Kirchner (Roberto Lavagna) como cabeza de la boleta presidencial del partido. En 2011 llevaron a Alfonsín hijo como presidente, que hoy es embajador del kirchnerismo.

Así, de no haber sido porque se integraron en Juntos por el Cambio, no sabemos cuánto tiempo más hubiesen seguido haciendo un papelón algunos radicales (como los que en la Convención de Gualeguaychú de 2015 plantearon que había que aliarse a Massa y no a Macri). Pero esto no es culpa de ellos.

Los números ya están y no vale la pena lamentarse por ello, de allí que hay que mirar hacia el futuro. Esta elección se trata pura y exclusivamente de definir quién ejercerá el máximo cargo ejecutivo del país. Puesto en esos términos parece de suma importancia, hasta que uno cae en la cuenta que el presidente formal hace un año que le delegó el poder a su ministro de economía porque la vicepresidenta está complicada con sus causas judiciales.

Es muy difícil ejercer la presidencia en un país en el que las corporaciones están todo el tiempo buscando qué van a poder morder en el Estado, viendo si hay alguna forma de ocupar algún lugar en el gobierno o cómo pueden condicionar la economía para favorecer su pequeño espacio de poder. Definitivamente hace falta alguien con experiencia si se pretende ser un país sano y normal. Pero ese no es el caso. Argentina ya decidió hace mucho tiempo que prefiere el desquicio de ir en contra de la corriente, de rechazar todo lo que han hecho los países que triunfan en el mundo.

Parte de la sociedad está atrapada en un debate moralista que no lleva a ningún lado. Entiende que si su candidato no ganó debe mantenerse en una inmaculada prescindencia que le ayude a mantener su conciencia limpia de votar otras opciones.

“El que gana conduce y el que pierde acompaña”, dicen los peronistas. Eso les permite votar a un candidato que dijo que los iba a meter a todos presos o que había que arancelar la universidad pública, el mismo que viajó a Davos acompañando a Macri. Es lo que les permitió votar a acusados de violación (como Alperovich o Melella), a encubridores de asesinatos (como Capitanich), a traficantes de armas (como Menem), a golpeadores de mujeres (como Néstor), a narcos (como Aníbal Fernández, Duhalde o Ishii), malversadores de fondos (como Insaurralde) y a toda una runfla de delincuentes condenados por corrupción, como Cristina Kirchner.

Sin taparse la nariz, agarran la cuchara llena de sapos y se la comen con todo el placer del mundo, por eso ganan elecciones mientras otros la miran de afuera. Los radicales y los lilitos deberían aprender a dejarse de hacer la cabeza como que están sucios por hacer estas cosas y entender que en la política todo se permite, salvo perder. Hay que dejarle la derrota digna a Los Pumas.

No entender esto es funcional a un kirchnerismo que espera conseguir que la única oposición real que tuvo en todos sus años de existencia se diluya y atomice en partidos menores. Esperan conseguir un escenario como el de 2011, cuando Cristina le sacó 40 puntos al segundo y se engolosinó con el “vamos por todo”.

Hoy el principal objetivo de los dirigentes de Juntos por el Cambio debería ser mantener la unidad tragándose el orgullo. Hay que proceder con cautela, privilegiando que esas más de 90 bancas del Congreso funcionen como obstáculo para un peronismo que va a tratar de quedarse con las 40 de La Libertad Avanza (cosa que va a conseguir si triunfa Sergio Massa).

La única luz de esperanza que ha tenido este país en la última década ha venido de la mano de una coalición que supo procesar sus tensiones, manteniéndose a flote incluso tras derrotas significativas como la de 2015. Buena parte de los votos de la franja central del país que alguna vez tuvo el espacio hoy están en manos de LLA, por lo que no parece sensato pelearse. ¿Qué es preferible para los ocho gobernadores radicales y los dos del Pro, apostar por tener un presidente afín o romper relaciones con quien estará sentado en la caja? Entiendo que tratarán de no pegarse un tiro en el pie por una moralina infantil.

Un ballotage no es una elección por la positiva, sino por la negativa. Se vota por lo menos malo. A todos les gustaría poder conservar las dos manos, pero puestos en el dilema de tener que elegir que nos amputen una u otra, lo más sensato sería elegir quedarse con la que se usa para comer o escribir. De no hacerlo, se corre el riesgo de quedarse con la que haga nos haga mucho más difíciles cosas que damos por sentadas, como higienizarnos en el baño. Si después hay un enchastre, la responsabilidad será del que pensó que cualquier mano daba lo mismo.

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