Santiago del Estero del Sur
La campaña nacional nos hace perder de vista las cosas que pasan alrededor nuestro, autoengañados por la supuesta grandeza cordobesa.
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
Ciertamente la campaña presidencial se está robando toda la atención. Uno y otro candidato siguen tratando de demoler la credibilidad de su rival, aunque también hacen bastante mérito como para demostrar que ninguno de los dos está a la altura del desafío y que lo que nos espera por delante es peor de lo que imaginamos.
Antenoche fue el debate entre los vicepresidentes y todo el ruido posterior giró en torno a cuestiones que parecen una burla a las necesidades de la gente. Es muy importante tener memoria, buscar la verdad y reclamar justicia, pero cargarse de frases vacías y armar un relato casi dogmático sobre todo no ayuda a la causa. Es más, como las mayorías cambian, hoy el péndulo se está moviendo más allá de lo deseable para una sociedad que se pretende democrática.
Es incomprensible que ante todos los desafíos que tiene por delante el país nos pongamos a discutir cosas que ocurrieron hace más de 40 años. Yo no recuerdo que en el año 2001 se le hubiese prestado tanta atención a la Revolución Libertadora como elemento necesario para salir de la crisis, sino que todo llegó después. Es realmente absurdo.
Para colmo de males, lo que hacen los candidatos no ayuda. La visión de Javier Milei de que no se reuniría con Lula, el presidente de Brasil, es un sinsentido absoluto. No solamente pasa por alto la importancia fundamental de los vecinos para nuestro comercio, sino que contradice el mismo espíritu del liberalismo: no hay fuerza más democratizadora y pacifista que el comercio, que él quiere evitar basado en una visión moralista y adulterada de la realidad.
En las últimas horas tuvimos que ver la sobreactuación de los que se preocupan porque los bajaron del tren por andar militando a Massa, como si el que está yendo a trabajar o quiere volver a su casa tuviese la obligación de escuchar pasivamente el sermón de un grupo de personas que tiene todo el derecho de votar y hacer campaña por quien quiera, pero no puede molestar a los que no quieren saber nada de su candidato, su partido o las elecciones.
Al rato apareció otro video de Milei en el aeropuerto de Mendoza, cantando como una barra de fútbol o un grupo de egresados que está llegando a Bariloche cargado de hormonas. Otra vez, como si al resto de la gente que está esperando para tomar el avión le importase lo que él tiene para decir. Todo se resume en la falta de respeto por el otro, especialmente aquel que está cansado de todo este circo que mantienen todos los políticos que están viendo de qué manera se acomodan para los próximos años.
Estamos todos tan pendientes de lo que hacen y dicen los candidatos y los seguidores a nivel nacional que nos empezamos a perder lo que ocurre en otros niveles. El profundo antikirchnerismo del cordobés promedio y la fuerte polarización de la campaña han hecho que todo se nacionalice, diluyendo por completo lo que ocurre a nivel local.
Por eso ayer explotó el escándalo del Tribunal de Cuentas de la provincia, por la denuncia de la oposición de que el gobierno provincial quiere aprovechar su mayoría legislativa para cambiar las reglas de juego después de haber perdido la mayoría en el organismo. Es una jugada más en la misma línea de lo que lleva haciendo el peronismo desde que José Manuel De la Sota decidió que era buena idea reformar la constitución provincial.
A los cordobeses nos gusta sentirnos diferentes, una especie de objetores de conciencia ante lo que son los sistemáticos desastres políticos a los que nos arrastran las demás provincias de la unión. Nos gusta creer que tenemos una sociedad civil movilizada y no cooptada, una economía diversificada y armoniosamente ensamblada.
Sin embargo, este tipo de cuestiones son como un pelotazo en la nariz, que nos hace recordar que no somos el Dibu Martínez y que no sabemos ni poner las manos para defendernos de ciertos atropellos.
Una de las condiciones fundamentales de cualquier democracia es la alternancia, la renovación de la conducción del gobierno. Cuando pasan estas cosas (o cuando aparecen casos como el del Neonatal, Blas Correas o lo de Oscar González) caemos en la cuenta de que hace 24 años que gobierna el mismo partido, apenas con dos nombres distintos. Un cuarto de siglo cantando la marcha, haciendo la V con los dedos e insistiendo que no son lo mismo que los que practican los mismos rituales fronteras afuera de la provincia, usando siempre la misma fórmula de tratarse de “compañeros”.
No hay dudas de que el peronismo cordobés es más institucionalista que lo que se ve en otros lados, pero hay ciertas mañas que no se pierden a pesar de que se intente mostrar un rostro más a tono de lo que reclama la gente. Hace rato que se dice que la Legislatura es una escribanía, pero este tipo de cuestiones son bravas.
Quizás haya que agregar un dato de color. Entre los firmantes del proyecto hay gente que viene de la izquierda, esos que hablaban de controlar a los poderosos. Son los mismos que después tienen miedo por el avance de la derecha, pero que cuando gobiernan eligen reducir los controles públicos al poder estatal, cosa de que cuando llegue alguien sin capacidad de autocontrol todos tengan miedo de lo que pueda pasar.
Al final, cuando estas cosas nos abren los ojos, podemos decir que Córdoba es una especie de Santiago del Estero del sur, una provincia en la que a los poderosos no se los toca, sino que se los protege. Eso sí, con fernet y cuarteto, bien popular.
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