Cultura Por: Víctor Ramés15 de julio de 2024

Cordobers. Caras y caretas cordobesas

Carlos Correa Luna fue hombre de múltiples capacidades y un actor inquieto de la vida intelectual de Buenos Aires, de finales del siglo XIX al primer tercio del veinte. Publicó una serie de notas en Caras y Caretas, relatando un viaje al interior y su paso por Córdoba en 1901.

Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com

Visita a la “doctora” ciudad (Primera parte)

Nacido en 1874 en Buenos Aires, Carlos Correa Luna Rezabal egresó del Colegio Nacional de Buenos Aires y en base a los registros biográficos dispersos se sabe que inició pero no terminó la carrera de Derecho, y que tuvo tempranas inquietudes por la historia. Hasta los veinticinco años fue secretario del Instituto Geográfico Argentino. También fue miembro de la Junta de Historia y Numismática, hoy Academia Nacional de la Historia, desde 1901. Y académico correspondiente de la Academia de Historia de Madrid. También profesor en la Universidad de Buenos Aires, se destacó Correa por una tarea de autor que lo puso en un lugar prolífico de la historiografía argentina, hasta su muerte en 1936. Entre sus muchos libros se cuentan: La iniciación revolucionaria. Buenos Aires, 1915; La Villa de Luján en el siglo XVIII, 1916; Historia de la sociedad de beneficencia (2 tomos) 1852/1923, 1924; Alvear y la diplomacia de 1824–1825, 1926; Rivadavia y la simulación monárquica de 1815, 1929. Las publicaciones del autor fueron objeto de un trabajo detallado en la Bio-bibliografía de Carlos Ramón Correa Luna, por Ricardo Rodolfo Caillet-Bois, editada tres años después de la muerte del académico, por Jacobo Peuser, 1939.

Ramón Correa Luna estaba emparentado con la aristocracia porteña, se casó con María Laura Holmberg, y pudo dedicarse por entero a su investigación y a su producción intelectual. Sin embargo, logró una labor aún más amplia al desplegar en paralelo una carrera periodística, y una escritura con mayor llegada popular. Publicó desde el año uno del siglo veinte en Caras y Caretas de Buenos Aires, en forma sostenida, notas vinculadas a tipos y costumbres urbanas. En 1901, el director del semanario era su fundador, José S. Álvarez, también conocido por el seudónimo Fray Mocho. La proximidad de Correa Luna con Caras y Caretas se estrecharía al asumir, en 1904 y hasta 1912, la dirección del semanario porteño. Asimismo, estrechó sus lazos con el periodismo satírico y fue cofundador, junto a Álvarez, de la revista Fray Mocho, en 1904. En 1912 pasaría a ser su director, tras dejar ese cargo en Caras y Caretas. 

Pero volviendo a 1901, se encuentra en las publicaciones de este autor una serie de notas bajo el título de Viaje al país de los Calchaquíes, que comenzó a publicar el 22 de marzo de ese año. En ese viaje que se inicia en “esa estación del Retiro, desbordante de humanidad sudorosa, envuelta en humo de tabaco y atestada de sacos, valijas, chicos, viejas, perros, changadores vendedores de libros, viajeros y sus anexos, a lo largo del convoy listo para partir”. El objetivo del viaje en el que se embarcan el autor y su acompañante es enunciado en esa primera nota, titulada En marcha, en una charla que mantiene con otros pasajeros: “Vamos a Catamarca, a escudriñar las ruinas indias de la región calchaquina, recoger alfarerías y objetos, estudiar costumbres, etc...etc.”

La nota de 29 de marzo le daba continuidad a aquel viaje: La llegada a Córdoba. Así prosigue el periplo calchaquí en que se ha comprometido el autor, manteniendo en alto sus buenas dotes para la crónica.

“Se anunciaba un día de fuego. Mucho antes de amanecer ya era sofocante la temperatura, y cuando el sol apuntó sobre la pampa, nadie pudo mantenerse en cama.

Entre el chirriar de los hierros y los golpeteos acompasados del vagón, oí mi nombre pronunciado a gritos. Era mi catamarqueño, el amigo Quincho, ataviado con la indumentaria de la víspera y dispuesto a departir.

La toileite de tren es cosa de un minuto, y en seguida al comedor donde estaba reunido el elenco de viajeros.

Nadie ha escrito, que yo sepa, entre nosotros, la novela del ferrocarril, y sin embargo, ¡qué riqueza de tipos, qué originalidades de conjunto! Ningún sociólogo podría pedir mejor laboratorio, porque en él se mezclan todas las cataduras, nacionalidades y visajes propios de cada punto de la tierra. Más de un trozo vigoroso del espíritu argentino se destaca en el fondo de una conversación trivial, y por ahí se rastrea la huella de las cosas viejas y el moderno triscar de la nación... Sin entrarse en lo hondo, es interesante observar las pintas increíbles: el viajante de comercio, español o italiano, decidor, atiborrado de finanzas, con sus puntos de literato y su seguridad de enciclopedia parlante...

«Bell Ville». Mientras estiramos las piernas en el andén, zigzagueando entre los grupos y el canasterío apilado, mi flamante amigo me pregunta si conozco el origen de este nombre mixto: —Me parece que sí! ¿Esto se llamaba antes Fraile Muerto?

—Precisamente!... Y me refiere una anécdota de Sarmiento: era en tiempos en que se construía el ferrocarril. Todos estos parajes, desiertos en su mayor parte, habían sido años antes asolados por los indios; y, como un lugar de promisión, surgía aquí cerca la población de unos ingleses con varios establecimientos ganaderos. El Presidente, chocado con el nombre del lugar, exclamó:

- ¡Qué Fraile muerto, ni qué Fraile vivo, ni qué cuerno!... ¿Cómo se llama el gringo más antiguo de ese punto? —Le indicaron a Mister Bell, y el nuevo nombre quedó consagrado, por decreto: «Bell Ville».

Mientras almorzábamos proseguimos nuestra charla de la víspera, esta vez interrumpidos a cada instante por la oficiosidad melosa de un italianito viajante—un commis voyageur—voraz, hablantín, indigestado de «proteccionismo», «inmigración», fluctuaciones «del loro», «crisis», «economía»... uf!

El amigo Quincho apenas logró decirme de corrido que en Catamarca nadie se llamaba Juan o Pedro. —Vercingetorix, Brujulino, Pentecostés y hasta Musiús, iba a hallar en esas quebradas, pero los Benitos y demás Toribios de la nomenclatura vulgar, hacía tiempo que andaban «francos», barridos por el sport de nombres raros a que se dedica todo padre de familia. No pude inquirir el origen de esta enfermedad, a causa del «commis» de marras, y de veras que le guardo rencor.”

 

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