Seguimos con los naranjitas
El bochazo al proyecto del legislador Hernández Maqueda dejó a la vista las raíces profundas de algo que se vende como solidaridad
Por Javier Boher
No tengo tantos años como para haber vivido en una Córdoba sin naranjitas. Cuando nací ya estaban ahí, empoderados como dueños del espacio público. Alguna vez mi padre me contó cómo y porqué llegaron ahí, pero ya no lo recuerdo. Tampoco importa.
Ayer se trató en la legislatura un proyecto para prohibir la existencia de cuidacoches, trapitos, naranjitas o cualquier otro nombre que se use para designarlos. Intuyo que la mayoría usa malas palabras cuando ve que alguno se aproxima, pero quizás sea solo yo.
El problema existe hace años y nadie termina de encontrarle la vuelta, aunque de tanto insistir con las mismas justificaciones todo termina volviendo a las mismas opciones, prohibirlo o regularlo.
Lógicamente la primera es la única realmente válida, porque los ciudadanos pagan impuestos para tener seguridad. Eventualmente las ciudades pueden poner servicios de estacionamiento medido, que idealmente deberían servir para solventar servicios de grúa, mantenimiento de cordones y otras cuestiones relativas al tránsito. Dejar que haya gente ganando plata por ocupar el espacio público sin aportar nada a cambio -ni siquiera riegan los arbolitos de la vereda- es una locura.
La mala situación económica ya deja de ser una justificación válida a esta altura del partido. Pasamos años de bonanza, profusión de planes y ayudas sociales e incluso expansión vertiginosa del empleo público y las cooperativas de desocupados, pero nada pareció servir para que esa gente consiga un trabajo o empleo digno, con sus derechos cubiertos. Los políticos que defienden que haya gente trabajando y viviendo en la calle, tomándose a golpes por los espacios, extorsionando a los dueños de los vehículos y aportando datos sobre los locales o casas para que otros entren a robar son cómplices de la degradación del tejido social. No importa que decoren sus acciones con discursos bienintencionados, terminan financiando mafias que se valen de cuidar autos para otras actividades ilícitas.
La medalla en este lugar se la lleva el concejal Marcos Vázquez, que propuso ordenar la actividad de los naranjitas a través del uso de una app para el pago. Así, el ciudadano debería instalar una app distinta a la que ya se usa para el estacionamiento medido, que permitiría abonar el servicio sin interactuar con el cuidacoches. Sería algo que podría salir de la boca de Micky Vainilla, el aporofóbico personaje de Capusotto. El pago al naranjita existe por la intimidación que genera la simple presencia del cuidador, no por solidaridad ni nada parecido. Sin eso, sin un naranjita cerca, nadie pagaría (del mismo modo que muchos no pagan el estacionamiento medido y se arriesgan a que les lleven el auto).
La idea es que esa plata pase a una cooperativa que después le pague al miembro que cumplió su día. Es una versión 2.0 de aquel sistema que estableció Luis Juez cuando estaba buscando gente que lo quiera militar y lo ayude a fiscalizar. Es decir que habría gente manejando plata que no es de ella, que se generó con trabajo informal y además obteniendo un ingreso por ello. Eso bordea lo perverso.
En el deterioro general de la convivencia en la ciudad de Córdoba tiene mucho que ver el trabajo de los políticos que defienden intereses sectoriales por sobre los intereses colectivos. Cada uno lo hace tratando de encontrar una base de apoyo para sus carreras -en el mejor de los casos- o para llevarse una tajada de toda la plata que mueve ese circuito ilegal y violento al que se enfrenta el resto de los ciudadanos -en el peor-. Hace un tiempo que lo que abunda es esto último.
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