Distopía milevita
Las imágenes de los parlantes informando a la gente sobre las condiciones para protestar parecían sacados de alguna novela del género
Por Javier Boher
Las imágenes eran distópicas. Los parlantes le indicaban a los ciudadanos cuáles eran las normas de conducta correspondientes para protestar. Como si se tratara de una secuencia de Los juegos del Hambre o de 1984, por los altavoces se escuchaba que la protesta no es violencia mientras que por las pantallas se leía que manifestarse es un atentado contra la república.
Las reglas de juego en una democracia son complejas, porque las diferencias entre los intereses de los distintos actores generan roces y tensiones permanentes, algunos de los cuales cuestan para ser resueltos. El verdadero desafío para cualquier gobierno es dejar conformes a la mayor parte de estos actores o grupos, perjudicando a la menor cantidad posible de los mismos.
Sin embargo, en los últimos años esa noción parece haberse roto, porque los gobiernos se encargan de darle a su base electoral exactamente lo que ésta pidió. Uno de los rasgos más notables de eso en el accionar del actual gobierno es en lo que se refiere a la represión y el ejercicio de la violencia física en manos del Estado. La gente lo vive de manera similar a una intervención de Baby Etchecopar en los albores del macrismo, cuando afirmaba que celebraba cada bastonazo que la policía le propinaba a los manifestantes como si se tratara de un gol de la selección. Hoy la mayor parte de los que conforman el núcleo duro de votantes libertarios festeja en clave futbolera cada vez que se ve un camión hidrante, una cápsula de gas lacrimógeno o un palazo sobre un manifestante.
Claramente no todas las personas que participan en estas concentraciones lo hacen defendiendo la causa que dicen defender, sino con un verdadero sentido desestabilizador. La lógica es más o menos clara: si a mí no me gusta el gobierno y me parece ilegítimo o anti popular, no tengo por qué aguantarme que se sostenga en el poder.
Ahí es donde florecen las contradicciones y las tensiones. Se aceptan los gobiernos porque se consideran legítimos los mecanismos por los cuales accedieron el poder y en la medida en la que se respeten los mecanismos institucionales existentes, no porque haya coincidencia ideológica. Básicamente, si se respeta el conjunto de normas que definen cómo se accede al poder y cómo se lo mantiene, la gente va a reconocer la legitimidad y la autoridad de aquellos que ocupan el poder ejecutivo.
Es por eso que los mandatos son tan complejos, porque mientras por un lado se le pide al gobierno que garantice el orden reprimiendo la protesta política (en los términos en los que la proponía el kirchnerismo), por el otro lado se le dice que debe respetar las reglas que garantizan la protesta ciudadana y que no viole los derechos del resto de la ciudadanía. Eso es lo difícil en una sociedad democrática, pero un compromiso básico de los que acepten el desafío de conducirla.
El gobierno nacional juega permanentemente en ese límite. Si por un lado el presidente se ríe y se burla de los “ñoños republicanos” (es decir, aquellos que buscan la manera de limitar el poder que está en manos del Estado) también usa la excusa de la República para defenderse de las protestas que pueden llegar a manchar su imagen o debilitar su gobierno.
Así, la misma noción de República apenas existe como una cuestión retórica o de justificación política, pero sin ningún tipo de compromiso valorativo. Aunque el gobierno todavía no ha cruzado ningún límite constitucional o de los reconocidos en la normativa existente, permanentemente coquetea con hacerlo. Tal como afirmamos otras veces en este espacio, a Milei no le importa la democracia y Santiago Caputo la rechaza.
Buena parte del fundamento libertario para ejercer el poder se construyó a lo largo de los sucesivos gobiernos kirchneristas que erosionaron el poder del Estado y la noción del respeto por los derechos del resto de los argentinos. En cada uno de esos cuatro períodos se toleró que algunos grupos avancen sobre el resto de la sociedad. Tantos años de aceptar mansamente la ocupación del espacio público por grupos paraestatales plenamente identificados con una postura política generaron las condiciones para que haya otros con ganas de ocuparlo, usando el poder del Estado para desplazar a aquellos que se lo habían adueñado.
La verdadera discusión, entonces, es hasta qué punto serán tolerables ciertas acciones de parte del gobierno como si se tratara de un coqueteo y a partir de qué momento se empezará a considerar que esto -que simula una estética y unas formas- es en realidad el corazón de la cuestión y no algo apenas cosmético. Seguramente los meses posteriores a las elecciones legislativas serán un buen termómetro, ya que aunque es imposible que el oficialismo llegue a tener mayorías en ambas cámaras, el mayor grado de poder institucional será suficiente para que cualquier tentación autoritaria empiece a tomar mucho más cuerpo.
¿Seguirá este proceso entregándonos esas imágenes distópicas o se irá convirtiendo en algo más civilizado? Los números de octubre seguramente nos quiten la duda.
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