Por Javier Boher
Aprendí a leer y agarré el diario. Quizás empecé por los chistes o por algún suplemento para niños, pero ya estaba en primer grado y lo leía entero, policiales y política incluidas. Tal vez por eso siempre me gustó la política.
Por entonces me encantaba colarme en las mesas de los grandes para escuchar cuando se hablaba de política, de historia y de economía, mucho más que cuando se hablaba de algún tema familiar, de farándula o de deportes. Sin embargo, los adultos hacían lo que corresponde en esos casos: me echaban. La política no es para los chicos, sino para los (más o menos) grandes.
El miércoles me crucé un vídeo de un nene de primaria hablando de política, diciendo que le gustaría ser ministro de economía. Siempre hay algún tarado así (yo era más chico y tenía una ilustración de Sarmiento de las que venía en la página de atrás del Anteojito pegada en la pared), pero no es lo que corresponde a la edad, ni es algo que se deba incentivar. A sus 10 años los chicos deberían estar jugando en el patio, soñando que quieren ser astronautas o jugadores de fútbol, andando en bici, trepando a los árboles y dejando la vida en cada discusión sobre los límites de la cancha o cualquiera de esas cosas. Los chicos son chicos y deberían serlo a lo largo de su infancia.
El nene economista nos recuerda el caso de Casey Wonder, el nene militante kirchnerista que opinaba parecido a este otro, pero en el bando contrario. Este y aquel están siendo expuestos a cosas para las que todavía no están preparados, cosas en las que la moral que se aplica es muy distinta a la moral que deberían estar aprendiendo. Insultos, escándalos, acusaciones de todo tipo y color, todo se cruza como natural frente a un nene que en la escuela todavía no vio la regla de tres, el aparato reproductivo o la forma en la que se eligen los diputados.
Mucho se habla de la serie Adolescencia, en la que un nene de 13 años comete un homicidio. Bullying, redes sociales, padres más o menos ausentes y un cúmulo de expectativas son el cóctel de violencia en el que está sumido un chico que termina preso por sus actos. Politizar a un niño no es comparable, pero es violencia. No tiene desarrollado el pensamiento complejo y le cuesta hacer algunas abstracciones, pero los padres suponen que puede entender a la perfección las ideas de democracia, república, libertad, igualdad y cualquier otra de las que se necesita para ser un individuo autónomo y no un sujeto sin personalidad, asimilable a la masa y capaz de perder su criterio para fundirse en los movimientos de esa identidad común. Los convierten en seres asimilables a los niños soldados de África, pero sin armas.
La evidencia está clarísima: el nene solo puede decir que le gustaría ser ministro de economía porque no conoce absolutamente nada de la historia argentina y cómo ese cargo ha funcionado como fusible para todos los gobiernos. El primero que recuerdo en mí vida es Domingo Cavallo, pero Roque Fernández, Ricardo López Murphy, José Luis Machinea, Carlos Fernández, Hernán Lorenzino, Jorge Remes Lenicov, Roberto Lavagna, Axel Kicillof, Felisa Miceli, Nicolás Dujovne, Silvina Batakis, Martín Guzmán o Sergio Massa (los que me vienen rápidamente a la mente) la pasaron bárbaro en el cargo, para nada tironeados o tensionados por las corporaciones en un país en el que el área en cuestión es la que peor rankea y convierte al ministerio en una picadora de carne. Fueron muchos más que los presidentes, incluso con el episodio de los cinco jefes de Estado en diez días.
La política no es para los chicos. Los padres que los meten ahí les están haciendo un daño. Los niños deberían estar soñando con viajar en el tiempo o bajar a las profundidades del océano, no pensando en viajar a visitar la sede del FMI o en cómo bajar la inflación. Pobrecitos.