Por Javier Boher
Todos los seres humanos tenemos una dimensión espiritual y nos relacionamos con la misma de distintas maneras, que incluso van cambiando con el tiempo. Algunas veces esa espiritualidad tiene componentes de autoconocimiento y autoaprendizaje, pero muchas otras veces se trata de abrazar cuestiones religiosas a partir de la fe, que ayuda a cargar con ciertos pesos que se van apoyando sobre nosotros.
A lo largo de mí vida pasé por distintas etapas en lo que hace a la religión. Bautizado y con comunión hecha, mi caso no fue distinto al de tantos otros chicos que no pueden elegir en qué creer y mantienen la tradición de transmisión intergeneracional de un conjunto de ideas, valores o prácticas. En la adolescencia me tocó la rebeldía, el alejarme y detestar todo lo relacionado a la iglesia y sus exponentes. Abracé el ateísmo como una fe máxima, considerando a los creyentes (de cualquier credo) como personas hipócritas e incluso poco inteligentes.
De grande la cosa cambió. Hoy la situación sería de indiferencia, mirando las cosas desde la óptica política que te da la experiencia de vivir en este país, entendiendo que la religión y la fe son cuestiones que van por carriles completamente separados respecto a los lineamientos oficiales de cada iglesia, las fotos de los que hacen de guías espirituales y sus simpatías políticas.
La muerte del Papa Francisco no despertó ningún interés especial en este humilde servidor. No sirvió de beatificación instantánea ni borró tantas cosas que hizo a lo largo de su papado, sino que reavivó un poco la llama adolescente del que se ríe con chistes sobre curas (que no voy a reproducir por respeto a los que sufren la pérdida).
Todos los argentinos más o menos nos acordamos cuál era la situación personal y del país cuando Jorge Bergoglio fue nombrado a la cabeza de la iglesia católica, una “nación” de más de mil millones de personas. Si existiera efectivamente como país sería el tercero más poblado del mundo. Aunque no exista de ese modo (el Vaticano no abarca geográficamente a todos los creyentes), el liderazgo incuestionable del Sumo Pontífice lo pone en una posición privilegiada respecto a su capacidad de opinar e influir en el debate público.
Es por ese motivo que el kirchnerismo supo dar una vuelta en el aire y pasar de criticarlo como supuesto partícipe en la dictadura (por casos como los del infame Christian Von Wernich) a abrazarlo como la voz de los desposeídos latinoamericanos. Todos los que lo habían defenestrado en la misma tónica adolescente que alguna vez yo había compartido, de golpe pasaron a alabarlo como todos esos fieles que me generaban rechazo. Pasó de diablo a semidiós sin escalas.
Esas son las necesidades de la política. Si en algún momento el kirchnerismo se había peleado con Bergoglio por la relación de cada espacio con los pobres (cada uno quiere el monopolio de la representación de esos intereses), pasada la elección del argentino como obispo de Roma se aclararon los tantos y definieron enemigos en común que se podían resumir en el concepto de todo lo que signifique progreso para Argentina.
El Papa Francisco fue uno de los principales promotores de la coalición panperonista que se armó contra Mauricio Macri, con aquel arzobispo de Salta pidiéndole al entonces presidente que se lleve el rostro de los pobres. Bergoglio fue el último conductor del peronismo antes de su desintegración actual; el último que logró que cada sector aplaque sus demandas para confluir en un proyecto político-electoral que naufragó con la gestión Fernández-Fernández-Massa, dejando a 7 de cada 10 chicos en la pobreza sin que aquel arzobispo norteño se acuerde del rostro de los pobres: es más fácil cuando se les da la espalda.
El papado de Francisco fue como las coloridas pintadas de Llaryora en los ranchos que se ven desde la circunvalación, puro maquillaje para esconder que nada cambió y que todo sigue igual. El antinatural celibato no se tocó, los casos sobre abusos se volvieron a esconder, el rol de la mujer siguió siendo secundario y la presión sobre legisladores y políticos se mantuvo como siempre. ¡Ah, pero pidió que hagan lío y preguntó por San Lorenzo!
Las redes sociales se llenaron de despedidas con congoja impostada, donde cada uno quería aprovechar la oportunidad de mostrar su foto con el Papa, una foto que no debe ser tan importante cuando uno ve que se reunió con dictadores y violadores de derechos humanos de los de ahora. La moralidad política es distinta a la que se aplica a la gente de a pie, eso se sabe desde hace siglos.
Ahora llegarán la lavada de cara y las loas al Papa reformista y de los pobres con los que algunos tratarán de hacernos creer que su discurso sobre la desigualdad, la solidaridad y la compasión no eran un cálculo estratégico de un momento político e histórico determinado.
Habitualmente hago el mismo comentario sobre cada persona pública o polémica que se muere: independientemente de cómo uno lo vea, dejan familia y seres queridos que lo van a extrañar. Hasta en esto me quedan mis dudas: a lo largo de su papado nunca recibió a su única hermana viva en el Vaticano.
Cada fiel y cada argentino lo recordarán como mejor les salga.