Entre la coherencia y la contradicción
Más de tres décadas después de aquel episodio que le deparó un proceso judicial de 11 años, Andres Calamaro es hoy un sexagenario que pregona con sus dichos la incorrección política, quizás creyendo que de ese modo mantiene una coherencia con aquel pasado en el que encendía controversias.
J.C. Maraddón
Si en los sesenta el rocanrol tomó un giro antibelicista y de defensa de los derechos civiles en países gobernados por regímenes democráticos, con más razón debía nacer ese impulso en la Argentina, que cuando asomaron los pioneros locales del género estaba sometida bajo el mando del general Juan Carlos Onganía. Aunque no muchos lo hacían de manera explícita en sus letras, era obvio que con su actitud esos rockeros adherían a un discurso contestatario y, por lo tanto, caían bastante seguido en las garras de la policía, que los metía en un calabozo por supuestas faltas que mucho tenían que ver con su aspecto.
La continuidad de algunas de esas políticas represivas durante la primera mitad de los años setenta no contribuyó a que declinara la intensidad de la rebeldía de los músicos que, para salvaguardar su integridad, debieron exiliarse o someterse a un cauto silencio de radio. Tras el golpe de marzo de 1976, la situación se tornó aún más grave y los mecanismos de censura buscaron arrasar con cualquier conato de insumisión. El rock se refugió en las catacumbas del under y apeló a las metáforas para describir el agobio en el que estaba sumida la mayor parte de la población.
Pero tras la Guerra de Malvinas se produjo el mentado boom de ese estilo musical, que saltó de lo alternativo a lo masivo sin escalas. Y la primavera democrática fue el marco ideal para que esos jóvenes que habían debido contenerse durante siete años, dieran rienda suelta a sus energías más provocadoras. La necesidad de estirar los límites de lo permitido fue el sentimiento que los animó a desafiar los resabios autoritarios no sólo con sus canciones, sino también con una forma de vida que no se atenía a los preceptos tradicionales. Fueron años de gloria para un movimiento artístico que al fin salía del gueto.
Entre las figuras que por esa época dieron sus primeros pasos en la escena, se destaca Andrés Calamaro, quien después de abandonar el grupo Raíces se integró a Los Abuelos de la Nada, para al final lanzarse como solista. Tanto desde su lírica como desde su pose siempre desafiante, él fue uno de los protagonistas de los cambios culturales que en ese entonces comenzaban a insinuarse. Frecuentador de un circuito en el que se mezclaban Charly García con Luca Prodan y el Indio Solari, Calamaro se erigía en el representante prototípico de esa generación ochentosa.
En 1994, mientras ofrecía un concierto en La Plata junto a Los Rodríguez, el grupo que había armado en España, quiso ofrecer un guiño a la multitud y disparó una frase que iba a desatar polémica: “Me estoy poniendo tan a gusto que me fumaría un porrito”. Esa confesión pública derivaría en una denuncia y una causa judicial que lo perseguiría a lo largo de 11 años. Y es que el gobierno de Carlos Saúl Menem había iniciado campañas contra el consumo de todo tipo de droga, lo que transformaba a la arenga del cantante en un alarde que debía ser castigado.
Más de 30 años después, Andres Calamaro es hoy un sexagenario que pregona con sus actos la incorrección política, quizás creyendo que de ese modo mantiene una coherencia con aquel pasado en el que encendía controversias. El abucheo que recibió de sus fans durante un show en Cali, Colombia, cuando usó el micrófono para pronunciarse a favor de las corridas de toros, bien puede hacer notar que sus actuales posturas abandonan el terreno de lo contracultural para inscribirse en el más rancio conservadurismo. Y que quienes adoran sus viejas canciones perciben alguna que otra contradicción con sus propias creencias en los recientes dichos del ídolo.
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