Por Javier Boher
Lleva algunos años aprender que en este país la gente vota casi exclusivamente por el bolsillo. Una economía más o menos estable, creciendo y permitiendo el consumo es una carta blanca para que cada gobierno haga lo que quiera. No importan las instituciones, los derechos, ni siquiera el sentido común: la plata en el bolsillo de la gente solo significa dolores de cabeza en más de un plano.
En ese sentido el kirchnerismo ha sido, probablemente, la peor experiencia política de la historia democrática argentina. Es comprensible que mucha gente todavía lo apoye y que desearía que vuelva al poder, lo que no cambia la realidad de destrucción sistemática de casi todos los ámbitos afectados por sus formas de entender las dinámicas sociales.
Anteayer apareció una noticia que despertó la indignación de muchos, pero que en realidad pasó bastante desapercibida por esa lógica de que lo que es frecuente no es noticia. Un hombre estranguló a su esposa con un cable de teléfono y escapó con sus hijos de 3 y 11 años en su auto. En el camino decidió chocar para tratar de matar a ambos, pero fracasó. Los bajó del auto, los ahogó en una zanja, fue a pedir un arma a un campo y -ante la negativa- volvió a la ruta y se arrojó debajo de un camión.
En menos de 30 días es el cuarto caso similar de homicidios dentro del seno familiar, todos atravesados por una epidemia de salud mental para la que no hay herramientas. El Estado no tiene las herramientas legales para abordar estos problemas, maniatado por una miríada de disposiciones que fueron vaciando de poder a la institución que debería poner orden en la sociedad.
La pandemia aceleró los tiempos del deterioro del tejido social, que inevitablemente se dirigía a este colapso como resultado del enfoque social con el que el kirchnerismo abordó todas las problemáticas complejas que implican la regulación de las relaciones entre personas. En su ejercicio del gobierno se encargó de encumbrar las más delirantes teorías sociales sobre todos los ámbitos posibles, incluyendo -mas no limitándose a- la salud mental. Cada enfoque extremo sobre cualquiera de estas temáticas se convirtió en política de Estado, sostenida durante dos décadas a través del poder público.
En cada dimensión social en crisis se puede percibir el efecto de las políticas públicas que celebraban los que cantaban en la asunción de gobierno de Alberto Fernández.
Anteayer también se conocieron los resultados del operativo Aprender, que mide el rendimiento académico de los alumnos argentinos. La tendencia desde 2013 ya era mala, pero llegamos al punto en el que tres de cada cinco chicos no llegan al nivel básico en matemática y no es estadísticamente significativo el nivel avanzado, no figuran en los gráficos. Quizás hablar de las emociones, las trayectorias de inclusión, llenar planillas y realizar informes no haya sido la gran estrategia para mejorar el nivel educativo.
Pasó también con la seguridad, donde los policías tienen cada vez menos herramientas para hacer algo con los ladrones. Hace un tiempo le pasó a un conocido: enganchó a un ladrón en el patio de la casa. La recomendación policial fue que le meta algo en el bolsillo, para poder decir que le había robado y detenerlo, porque si no lo tenían que largar. Toda teoría social progresista falopa.
Podemos seguir pensando en la economía y el manejo “heterodoxo”, la forma con la que escondían la terrible ignorancia con la que manejaban las cosas. También en los programas de reducción de condenas o los proyectos con los que sacaban presos de las cárceles o se negaban a meter adentro a los violadores. Por qué no sumar la política sobre drogas y el aumento posterior del narcotráfico. Todo, absolutamente todo, estuvo teñido de esa irracionalidad estúpida con la que encararon las políticas públicas.
Esta experiencia debería servirnos para no comprar el paquete entero de lo que proponen los libertarios solamente porque van bajando la inflación. Ya nos tocó pasarnos para un lado, ahora hay que tratar de no pasarse para el otro.