Caras y caretas cordobesas
Cuadros donde las empanadas tuvieron sus momentos, ya fuera en eventos públicos de gran concurrencia, como en los puestos junto a hornos de barro, o en canastas transportadas por vendedoras de origen africano.
Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
Arraigo y tradición de la empanada cordobesa (Cuarta parte)
Para detenerse en datos de la genealogía y cronología de las empanadas argentinas, dirigiendo algunos focos sobre su consumo en Córdoba –sin desconocer, de antemano que el universo de la empanada criolla trasciende a esta provincia– proseguimos curioseando en torno al bocadillo típico e identitario sobre todo del noroeste argentino.
En tiempos de la colonia, por ejemplo, ya en el siglo XVII se mencionaban las empanadas como un elemento tradicional y constitutivo de las celebraciones organizadas por el Cabildo, fuera de las que ocurrían con mayor frecuencia en las rancherías. La empanada aparece como un bocado apto para vender o repartir en ocasiones colectivas, y así ocurría, por ejemplo, en festividades especiales, como cuando se ponían en marcha las corridas de toros que se hacían en la plaza mayor, hoy San Martín. Allí, como señala Carlos Page en El espacio público en las ciudades hispanoamericanas: el caso de Córdoba (Argentina), siglos XVI a XVIII, “durante la fiesta, que generalmente duraba tres días, se tiraban cohetes y algunos músicos amenizaban con la venta de empanadas, yerba y tabaco”.
Otros cuadros de más acá, siglo XIX, dan fe de un nexo entre las empanadas y diversos tipos de acontecimientos que congregaban a muchas personas. Por citar un ejemplo, el investigador Pablo Vagliente, en el primer tomo de su libro Asociativa, movilizada, violenta. La vida pública en Córdoba, 1850-1930, describe el regreso de tropas cordobesas de veinteañeros, luego de ser movilizadas por el presidente Uriburu para recibir instrucción militar durante sesenta días, ante un posible conflicto de límites con Chile. Se organizaba un desfile “de recorrido inusual (…) desde la estación de ferrocarril a la avenida General Paz, hasta la plaza homónima, para unirse a la costanera y dirigirse al pueblo General Paz, donde se instalará un campamento”. Tiene lugar entonces “un agasajo a la brigada con el tradicional menú de asado, empanadas y vino, la quema de bombas que tanto atraía a la población y una misa de campaña”.
Y así como había desfiles de jóvenes militares (y hasta se organizaría, en 1922 el primer desfile de niños de las escuelas), también podían darse ocasiones en las que convocaba, por ejemplo, la iglesia, como es el caso concreto de los jesuitas de Córdoba, en 1934, según informaba el padre Joaquín Gracia en su libro publicado en 1940, al inicio de misiones de la Compañía en esta capital. Había público de todas las edades: “Entre calle Rincón y Libertad, se levantó la nueva carpa de la misión (…). Parecía que no se iba a llenar tan larga y capaz capilla de lona; pero a la segunda noche de predicación, ya el gentío, sobre todo hombres había de quedar a la entrada y de pie.” La iniciativa rindió buenos frutos a la creencia particular, ya que “hubo una comunión general de niños en que comulgaron 443, y recibieron por vez primera al Señor 71 niños. Se les dio tules y ropas a las niñas, y moños, abrigos y alpargatas a los niños, y se les obsequió a todos con quinientas empanadas y recordatorios.”
Y era parte de la vida cotidiana, más aquí de las multitudes, la venta por unidades o por docenas. Podían ser -y lo siguen siendo- puestos ubicados próximos a un horno de barro, elemento que las ciudades han olvidado como parte esencial del sabor de las empanadas y otros platos. Un ahumado que sabe como una marca de autor. “Un rancho cordobés sin el clásico horno de las empanadas no se concibe. El horno criollo es el complemento indispensable de toda residencia campera (…). También, como los propios ranchos, su exterior está en desacuerdo con las cosas que se preparan en el interior; en efecto, nadie diría que de un horno tan poco artístico pudieran salir empanadas tan delicadas”, publicaba la Revista El Hogar, en octubre de 1930.
De allí emergían las irrecusables empanadas que luego las mujeres fueron las primeras en la historia suburbana, en salir a vender, llevando sus tipas repletas, dando los primeros pasos en los espacios fuera de sus “reinos” domésticos, incorporándose al mercado con sus ventas al menudeo de productos elaborados a mano. Y no cabe duda de que, entre las primeras empanaderas, se contaron las mujeres afroamericanas, hijas del esclavismo. En Tucumán (cuna de las empanadas criollas arquetípicas, admitidas por la conciencia argentina menos chauvinista de sus regiones), hay un documento original del siglo XVIII que se conserva en el Archivo Histórico de Tucumán, que da fe de la presencia africana de una joven vendedora de empanadas, que era obligada a hacerlo en beneficio de otros. Está citado por la historiadora Florencia Guzmán, en Africanos en la Argentina. Una reflexión desprevenida (2006); refiere al caso de una esclava que “pide cambio de amo aduciendo sevicia. Acusa a su amo, don Mariano Lery, de hacerla trabajar mucho en la casa y de obligarla a amasar pan y hacer empanadas que luego debe vender por las calles, proporcionándole de este modo ganancias a su amo.”
Esa tradición, no la de la explotación cruel, sino la de la “negra” de los pastelitos que han estereotipado los actos escolares, tiene otras referencias como la que menciona Pablo Lescano en Santiago del Estero, en su memoria de 1889, referida a la Negra Manuela quien, por otra parte, solía tener un puesto de sandías, y sumaba diversos artículos a su oferta. “Hacia la madrugada, la incansable negra aparecía sentada en medio de sus tipas rebosantes de empanadas, pan, quesos peines, etc., y una veintena de paisanos del Salado rodeándola en cuclillas. Los unos comprándole zapatos, frenos o estribos; los otros cambiando especies por especies como en la época en que no se conocía la moneda, y los más desayunándose con frutas.”
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