Saltando el muro hacia Decathlon
La larga cola de gente esperando por entrar al local de la cadena francesa nos recuerda la cárcel proteccionista en la que vivíamos
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
Si hay algo que se repite en cada argentino que viaja al exterior es la fascinación que produce ir al supermercado, por la gran variedad de productos entre los que se puede elegir. Es algo que impacta incluso a los más viajados y conocedores del mundo, esos que se escapan del cerco soviético cada vez que pueden para dar rienda suelta a su consumo reprimido.
Hay una nueva postal que compite con esa, la de la gente que hace cola para ingresar a algún negocio que recién llega a instalarse en Argentina después de escaparle a arriesgar capital en un país que eligió combatirlo durante dos décadas. El último caso fue el de la cadena francesa Decathlon, reconocida por vender ropa y accesorios deportivos a precios accesibles, que convocó a cientos de personas que hicieron varias cuadras de cola para poder entrar al local (a pesar de existir una página web en la que se pueden chequear los precios).
Sin exagerar en absoluto, esto es como la icónica postal de los ciudadanos de Europa del Este haciendo cola para poder comprar un combo de McDonald's. Nos acostumbramos a esa lógica comunista de que hay que matar el deseo de consumir para eliminar las ganas de elegir la libertad. Nos encanta creer que el impulso por la libertad es algo natural e innato en el ser humano, pero nadie puede elegir lo que no sabe que existe.
Las restricciones al comercio y a la instalación de grandes cadenas como la referida se hacen con la excusa de proteger el trabajo local y a los más vulnerables, pero son exactamente esos los más perjudicados por el proteccionismo. Durante años hubo gente ganando plata por traer artículos de lujo como calzoncillos, remeras o jeans, aprovechando las múltiples distorsiones existentes en el sistema y la falta de variedad en los productos que se pueden consumir aquí.
Como siempre, va una historia personal para ilustrar la importancia del comercio, la barbaridad de restringirlo y la emoción de que lleguen cadenas como Decathlon.
Hasta 2015 jugué al rugby. En mi puesto no se pueden usar los tradicionales botines de fútbol, sino unos con tapones cambiables, más indicados para empujar. Por las restricciones a las importaciones acá se conseguía una sola marca, pero además en la versión de peor calidad: un par nunca duraba más de un año, lo que era un problema, porque también era difícil conseguir talle. Romper los botines era un problema, que me llevó a jugar más de un año con los botines embalados con la cinta industrial gris de las películas norteamericanas.
Un día decidí arriesgarme y pedir por internet. Fue un suplicio en el correo, en la Aduana, pagando estadía, llenando formularios y llevando medialunas para ver si la grasa y la harina aflojaban las tuercas de esa dura máquina burocrática pensada para que los argentinos vivamos peor. Fue mi último par de botines. Duró un par de años y sigue guardado por si alguna vez hay que volver a la cancha, pero que también sobrevive como un recuerdo de que en este país es imposible dar por sentado un derecho tan básico como comprar algo para hacer una actividad que se disfruta. Elegir entre las opciones que decreta un funcionario atrás de un escritorio no se puede considerar una elección.
Decathlon abrió el sábado y el domingo se cumplió un nuevo aniversario de la caída del Muro de Berlín. Una cosa no tiene nada que ver con la otra, pero las imágenes mostraban dos versiones de lo mismo: gente haciendo cola para entrar a occidente después de años de una represión económica absurda. Ahora hay que tratar de que no se vuelvan a erigir esos muros que aprisionan a pueblos enteros.
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