Nacional Eduardo Dalmasso 03 de diciembre de 2025

Argentina en su actual encrucijada

Por Eduardo Dalmasso*

 

La Argentina del presente enfrenta una encrucijada que ya no admite interpretaciones voluntaristas ni relatos autosuficientes. El mundo ingresa en una fase de competencia acelerada, donde los países buscan productividad superior para sostener o reconstruir su bienestar. El esquema surgido tras la posguerra se descompone: nuevos actores y nuevas reglas reordenan el comercio internacional, mientras la hegemonía estadounidense atraviesa un proceso de transformación y el juego geopolítico se redefine en zonas de influencia vigiladas. En contraste, buena parte de la dirigencia argentina permanece aferrada a lógicas del siglo XX, confiando en la excepcionalidad de los recursos naturales o en fórmulas políticas agotadas.

 

Riesgos

El riesgo central es quedar atrapados en un modelo extractivista sin desarrollo, donde la renta de los recursos naturales funciona como paliativo fiscal y argumento político, pero no como plataforma de transformación. El extractivismo —minero o agroenergético— no es el problema; la dificultad surge cuando se lo erige en proyecto único, desplazando políticas industriales, innovación tecnológica y formación de capital humano. Ningún país que depende casi exclusivamente de la explotación primaria alcanza autonomía estratégica. Y si las políticas ignoran los avances científicos o el desarrollo cultural acumulado —verdaderas islas de progreso—, el resultado sería una degradación difícilmente reversible.

Si la dirigencia no se coloca a la altura del nuevo mundo —donde el desarrollo científico y tecnológico se vuelve decisivo— es porque no comprendió la magnitud del desafío o responde a intereses ajenos a la sociedad argentina. Y si, dentro de la lógica de suma cero, se produjera un retorno del populismo —uno de los grandes responsables del estancamiento, con su distribución sin productividad, su negación de las restricciones materiales y su gasto sin estrategia—, la anomia que rige los destinos del país se volvería aún más profunda. El escenario global exige competitividad, estabilidad macroeconómica y previsibilidad institucional. La economía mundial penaliza a los Estados incapaces de articular una base material sólida. Cuando la productividad no crece, la política pierde capacidad de representación y se refugia en la polarización.

El país sufre, además, una ceguera que atraviesa a todos los gobiernos: la incapacidad para comprender la complejidad del mundo. La política exterior suele leerse como alineamientos automáticos —con Estados Unidos, China o quien prometa financiamiento— sin advertir que la verdadera inserción internacional depende de la densidad productiva interna. Esa densidad no surge de la explotación primaria, sino de la capacidad de capitalizar los avances científicos, tecnológicos y culturales que la Argentina ha construido y que, sin embargo, permanecen subutilizados. Un país que exporta bienes primarios y demanda divisas industriales está condenado a la restricción externa; superarla exige una política de desarrollo que transforme esos logros en plataforma de autonomía más allá de los ciclos políticos.

En este contexto, la interpelación reciente de Paolo Rocca —un capitalismo competitivo basado en productividad, innovación y reglas estables— adquiere relevancia estratégica. Pero su mensaje no se dirige solo al Estado: alcanza también al sector industrial, que debe asumir su responsabilidad en el diseño de un proyecto alineado con las exigencias globales sin sacrificar la riqueza productiva acumulada. La industria no puede limitarse a reclamar protección ni refugiarse en una lógica rentística. Sin un salto tecnológico propio y sin una estrategia exportadora ambiciosa, el proceso de cambio puede arrasar lo que queda del entramado manufacturero. En un mundo que premia la sofisticación productiva, la falta de compromiso del empresariado con esta agenda lo convierte en corresponsable del deterioro presente y del que podría profundizarse.

 

Ceguera histórica

El actual gobierno radicaliza una visión que delega en la autorregulación de los mercados lo que la experiencia argentina demuestra como inviable. El país ya conoce los efectos de estas orientaciones: la desindustrialización de Martínez de Hoz y el colapso social y financiero de 2001. Sin embargo, persiste el riesgo de repetirlas como si nada hubiera ocurrido. Su lectura del mundo es lineal, casi teológica, y minimiza el valor de la política industrial, del conocimiento, de la infraestructura y de la negociación internacional. Adoptar un modelo extractivista y aperturista sin mediaciones amenaza con acelerar la desindustrialización, profundizar la reprimarización y aumentar la vulnerabilidad externa. Reiterar errores históricos en una sociedad que se empobrece año tras año no sería solo un retroceso económico: sería un costo histórico difícilmente reparable.

Sin embargo, el pesimismo absoluto también sería una renuncia analítica. La Argentina posee reservas creativas, científicas y tecnológicas que desmienten cualquier destino fatalista: la industria del conocimiento, el desarrollo satelital y nuclear, la biotecnología, la robótica, las ingenierías, las energías renovables. La sociedad ha demostrado una y otra vez una capacidad de innovación que supera a su dirigencia. El desafío consiste en articular ese potencial con una institucionalidad conducida por líderes preparados para los desafíos que he señalado.

*Dr. en Ciencia Política (UNC-CEA)

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