Massa, Milei y la extorsión emocional del ballotage
La campaña ha entrado en una fase de perversa manipulación de los votantes, una extorsión permanente sobre el buen corazón de la gente.
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
La campaña electoral genera múltiples sensaciones, que se solapan o reemplazan a un ritmo que depende de cada uno de los votantes. Aunque esto es particularmente más fuerte en los votantes que vieron a su representante quedar en la primera vuelta, todos estamos sujetos a esos vaivenes emocionales por lo que no terminamos de entender en su totalidad.
Cualquier trabajador amanece con una idea de cómo serán las cosas. Se toma unos mates o un café, come algo a las apuradas y se prepara para salir a ganarse el pan de manera lícita en un país en el que los incentivos están todos puestos para tratar de esquivar lo que correspondería en una sociedad normal.
A lo largo del día, millones de trabajadores argentinos recibirán el bombardeo incesante de las noticias, que pendulan entre el catastrofismo de los medios hiperopositores y la complacencia de los hiperoficialistas. Abrirá su teléfono para ver si tiene mensajes y se va a encontrar que los fanáticos de uno y otro lado le han enviado artículos, fotos y videos sobre por qué su opción es la mejor de todas.
En algunos medios va a estar Milei, el economista mediático que fue una broma y quedó, el hombre al que le hicieron creer que podía ser presidente y que ahora está a las puertas de conseguirlo. Quizás se lo ve desbordado por las voces que hay detrás de cámara, algo que puede ser cierto, pero que lo hace ver completamente paranoico. No está preparado, no tiene un partido político sólido que lo respalde y no despierta simpatía por nadie que haya recibido afecto de chico.
En la vereda del frente está Massa, el ministro de la peor inflación en 30 años, un mentiroso patológico, condición que solamente es superada por su vanidad. Se pasea por los distintos medios, especialmente los oficialistas, faltando a la verdad groseramente, pero haciendo gala de su condición de hábil orador. Es el que le da “me gusta” a un tuit y ya salen todos a decir que contradice la posición oficial del gobierno que integra, una operación tan indigna como él.
Tiene un partido encolumnado detrás suyo, pero nadie sabe a ciencia cierta cuánto de eso le pertenece: Alberto iba a fundar el albertismo y el neomenemismo y terminó separado de su pareja, escuchando vinilos de Lito Nebbia mientras se recorta el bigote.
Esas dos opciones electorales canalizaron el enojo y el miedo. Se llevaron dos tercios de los votos, que van entre estar cansados con la clase dirigente y el temor a perder lo que tienen. ¿Democracia?¿división de poderes?¿derechos humanos? A nadie le importa nada de eso en Argentina, a pesar de que se pronuncien en sentido contrario.
Dos certezas aparecieron en el horizonte tras esas elecciones generales: ni la corrupción, ni la mala situación económica, hacen perder elecciones. Todos buscan aferrarse a ese pedacito de certeza que les da la tabla a la que se han aferrado mientras todos se siguen ahogando alrededor. Después de un tiempo ya nos sentimos cómodos en nuestra tablita: le ponemos un nombre, quizás conseguimos algo para adornarla o hasta nos envalentonamos como para compartirla con alguien más. Pero seguimos colgados a un pedazo de madera después de un naufragio, nunca exentos de irnos efectivamente a pique.
El día a día de los argentinos está bajo ese tiroteo mediático permanente, en donde no importan los datos, los relatos de gente que vive mal, los episodios de inseguridad, una inflación que se sigue comiendo los ingresos de la gente o la pésima calidad de todos y cada uno de los servicios públicos. Vemos vecinos que se organizan para detener a los delincuentes, hospitales que tienen que reesterilizar insumos y barrios enteros sin luz o sin internet porque se roban los cables, pero el problema es que vienen por nuestros derechos.
La democracia es un sistema imperfecto, pero perfectible. Es una forma de vida que va más allá de las reglas formales, que implica un reconocimiento de la centralidad de la dignidad humana. ¿En dónde está esa dignidad humana, si todos los días vemos gente juntando cartones o limpiando vidrios en los semáforos?¿dónde está la dignidad de los niños que andan pidiendo en las calles del país?¿dónde está la dignidad del que cree que cobrar un plan es un trabajo, porque no existe trabajo genuino en ningún lado? El kirchnerismo venía a resolver la crisis de 2001, pero apenas si la administró en su beneficio: nunca dejamos de ver comedores, gente revisando la basura o chicos sin zapatillas pidiendo en los semáforos.
Por eso, entre las múltiples emociones que despierta el proceso electoral está el de la exasperación. Irrita ver que los responsables de este desastre social y económico están a punto de ganar de vuelta, escudados en fórmulas vacías de gran simbolismo, como la democracia y los derechos humanos. Son extorsionadores profesionales, que se aprovechan de la debilidad de una sociedad quebrada anímicamente para abusar de la buena fe de millones de argentinos que creen genuinamente en un conjunto de valores que el peronismo ha dado sobradas muestras de odiar.
Es tan grande este desprecio por la democracia que hemos naturalizado la extorsión de que si gana Milei nos tenemos que preparar para los paros, los piquetes o los intentos de tomar el Congreso. Ya estamos todos abriendo el paraguas porque puede ser que no dure ni seis meses, pero al impresentable que ocupa la Casa Rosada nos lo aguantamos los cuatro años enteros.
Se han abierto urnas en el recuento definitivo en las que no hay ni una sola boleta: tras las inconsistencias en las actas, la última forma de saber cuál fue la voluntad de la gente es contar de nuevo. Pero no se puede porque tiraron todo. No podemos haber naturalizado que te roben una elección si no tenés fiscales.
Faltan dos semanas y monedas para el ballotage. Van a seguir hasta el fondo con esta extorsión emocional. Habrá que ver qué deciden las urnas. Si es que no se roban los votos.
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