Liberales y progresistas
La identidad radical parece ser un límite a su capacidad de construir alianzas, por la necesidad de dirigirse a un nicho que además parece serle esquivo.
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
La posición del radicalismo y el destrato al que la ha sometido el expresidente Mauricio Macri han estado en el centro de los análisis de cara al ballotage. Ha habido múltiples lecturas sobre cómo se moverán la estructura y los votantes históricos del partido, más allá del llamado a la neutralidad a la que ha convocado oficialmente.
La segunda vuelta electoral ha empujado a los dos sectores en pugna a una búsqueda feroz por el voto que ha quedado huérfano tras las elecciones del pasado octubre. Unos y otros atacan a sus oponentes y tratan de seducir a los que entienden están más cerca de las ideas que enarbolan. El radicalismo se ha convertido en destinatario predilecto tanto de los ataques libertarios como de la franela massista, sufriendo también que la disyuntiva electoral se ha colado en sus filas.
El otro día escuchaba una entrevista a Facundo Suárez Lastra en la que dialogaba sobre la difícil coyuntura que debe atravesar su partido, al que todos le piden una especie de coherencia histórica a pesar de que -como cualquier institución- solamente sus miembros pueden decidir qué destino debe tomar.
En el intercambio con el periodista quedaba bastante en claro cuál es el principal problema al que se enfrenta el radicalismo: pretende representar a un centro imposible para quien quiera ser gobierno.
El votante argentino es, en términos generales, conservador. Eso ha sabido leer muy bien el peronismo, que siempre le ha ofrecido al electorado aquello que le pide. El radicalismo, por su parte, ha quedado teñido por la impronta alfonsinista que lo empujó mucho más definitivamente a un progresismo más compatible con los grandes centros urbanos de la región pampeana y con sectores medios y altos ilustrados del país que con las vastas regiones del interior profundo.
En su interacción, Suárez Lastra esbozó cuál debía de ser la identidad del radicalismo: liberal, progresista y socialdemócrata. A partir de esos valores, el radicalismo parecería estar más cerca de ser acompañante de otras iniciativas que el viejo partido de masas que alguna vez supo ser, por lo específico del recorte realizado.
Al ballotage se llega con dos opciones igual de populistas que han reducido a las expresiones “republicanas” a su mínima representación de un tercio, algo casi inalterable en nuestra historia reciente. Los dos que pasaron a la segunda vuelta dejaron en claro que el progresismo y el liberalismo (si es que a ambos polos le caben efectivamente esas etiquetas) han entrado en una dimensión de incompatibilidad en Argentina. Las nuevas generaciones no creen que pueda existir algo así como un liberalismo de izquierda: para ellos el progresismo será estatista o no será nada.
Así, en esa identidad que esbozó Suárez Lastra (y que se le ha escuchado a varios de los que piden neutralidad en la segunda vuelta) se resume la imposibilidad del radicalismo de volver a construir mayorías propias. Los únicos que no parecen verlo son los propios radicales.
En ese escenario de polarización entre progresismo y liberalismo, lo que queda para el radicalismo es tratar de ser la voz de mando en una alianza con uno u otro extremo, algo que parece cada vez más difícil, por su tendencia a la culpa centrista que los convierte en máximos exponentes del autoboicot. ¿Cómo podría mandar un partido que ni siquiera puede imponer el orden de las puertas del comité para adentro?.
Los libertarios no los quieren tener cerca e intuyo que eso es algo recíproco. Los kirchneristas se apropian de sus símbolos -como Alfonsín- para dejarlos apenas como meros acompañantes, adherentes o votantes sin posibilidad de integrar el gobierno. El radicalismo está como el tercero al que invitaron a una cita de a cuatro pero no fue la pareja, dejándolo incómodo con los otros dos que se han elegido mutuamente.
El centro que pretende explotar el radicalismo está desaparecido en Argentina. Aunque las elecciones se ganan por el medio, ellos parecen no alcanzar a representar efectivamente ese centro. No parecen tener la capacidad de estirar sus límites sobre votantes que se suelen inclinar por otras opciones y que los miran con desconfianza.
Quizás los triunfos recientes en distintas provincias los han hecho reencontrarse con la gente, ¿pero eso se debe exclusivamente a su identidad radical o a la capacidad de construir alianzas efectivas en distintos territorios? Ciertamente las realidades de Jujuy, de Santa Fe o de Chaco son todas distintas, con alianzas específicas para cada contexto, que posicionaron la oferta de acuerdo a lo que tenían los otros para mostrar. ¿Pullaro andando con un arma en la cintura está más cerca de la socialdemocracia de Suárez Lastra o del sentir popular de que hay que tomar la justicia en las propias manos? Pueden no ser excluyentes en la realidad, pero parecen serlo en lo que hay en el ballotage.
Así parecen estar las cosas, con un partido que define su identidad en un nicho cada vez más chico, poniéndose en una disyuntiva que no lo llena: ¿pesa más el liberalismo, como para llenarle el eventual gobierno a Milei, o pesa más el progresismo, como para avalar al posible gobierno de Massa?.
Más de un correligionario se debe estar haciendo la misma pregunta.
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