Por Javier Boher
Es notable cómo hay que estar relatando sistemáticamente sobre las mismas cosas. Quizás sea algo del interés personal de cada uno, teñido por las preocupaciones lógicas de un ciudadano de a pie o por el hecho de que las víctimas de la inseguridad que más nos afectan son las que tienen la edad de nuestros hijos. Dos nenas asesinadas en menos de una semana por delincuentes que no valoran la vida vuelve a poner otra vez el foco en la inseguridad.
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El Gobierno decidió que el presente año será el de la defensa de la vida, la libertad y la propiedad. Lo hizo como suele hacer todo, tratando de provocar a los que piensan que la función del Estado es otra más allá de esos tres elementos, básicos en la concepción liberal de la organización política. Podemos agregarle otras cosas al Estado, pero solamente después de que cumpla con esa primera función indelegable.
En contraste, Axel Kicillof decidió que en la Provincia de Buenos Aires será el año del 75 aniversario de la gratuidad universitaria. Cada uno le habla a su audiencia y se faccionaliza a los fines de consolidar su base política, sin pensar efectivamente qué otras cosas está diciendo para los que no son propios, que pueden interpretar esto como una simple mojada de oreja o como una declaración negadora de los derechos del otro.
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Las situaciones como la que abre la nota generan corrientes de opinión pública que son difíciles de frenar, aunque en el lugar en el que más deberían prender siempre terminen pasando casi desapercibidas. Los episodios de violencia e inseguridad como el que le costó la vida a la hija de un custodio de la ministra Bullrich son moneda corriente en un territorio abandonado a su suerte, una zona liberada que los narcos de Santa Fe están mirando como un posible destino de relocación si se sigue endureciendo la política de seguridad definida por el gobernador Pullaro.
Son días como el de ayer los que despiertan en el país una rápida pulsión centroamericanizadora, un deseo profundo de adoptar políticas de mano dura como las del dictador salvadoreño, Nayib Bukele. Cada vez que suceden cosas como esas, todo el discurso garantista de dos décadas se resquebraja por el pedido de que se haga algo con esos asesinos que suelen salir impunes.
Cómo habrán cambiado los tiempos que aquel exabrupto desde las entrañas con el que Susana Giménez aseguraba que “el que mata debe morir” (y que la fue marginando progresivamente del primetime) hoy podría ser rescatado como bandera por los seguidores del presidente Milei. El “robar, pero con códigos” de Guillermo Moreno o el “yo también saldría de caño” de Juan Grabois fueron alejando al peronismo del trabajador común que sale de su casa con la idea de progreso en la cabeza, para ponerlo cerca de los malandras que le hacen la vida imposible, que andan en la calle con la única idea en la cabeza de apropiarse de algo ajeno a cualquier precio.
Hoy la persona que sale en la motito a su trabajo en la fábrica, que sale a pedalear en la bici para hacer jardines o que se toma el colectivo para ir a limpiar una casa recibe en su teléfono videos sobre cómo trata Bukele a los delincuentes y pretende que acá pase eso. A esta altura ya no le importan la democracia, los derechos humanos ni nada de eso -lo que es particularmente grave-, sino solamente lo que es su vida inmediata. El hecho de que podés perder un hijo en cualquier momento porque unos descuidistas deciden disparar es una fuerza de lo más movilizadora a la hora de poner esas cosas en la balanza, junto a las teorías jurídicas y filosóficas de esos intelectuales que lloran desde la opulencia lograda por su cercanía de décadas al poder menguante del kirchnerismo.
En la otra vereda de las víctimas de la inseguridad están los que eligen hablar del año de la gratuidad universitaria, cuando en su territorio pasan estas cosas. Es como si el gobernador gozara de algún tipo de protección especial, quizás porque muchos de los que reportan sobre la política de esa provincia lo hacen desde la misma trinchera ideológica.
Ciertamente es mejor ver el vaso medio lleno y concentrarse en las cosas positivas si se quiere tener otra actitud ante la vida. Pero de nada sirve pensar en la gratuidad universitaria cuando vemos que en una semana hay dos nenas que no van a llegar a la universidad porque alguien eligió descuidar esa función básica del Estado que es la seguridad.
La vida, la libertad y la propiedad se han convertido en una bandera facciosa, enarbolada por un puñado de fanáticos que la han convertido en mala palabra para otros fanáticos igualmente nocivos para el orden democrático, los que a su vez se han dedicado a destruir la idea misma de igualdad. Es una loca vorágine demagógica e ideológica, donde parece que somos más los que perdemos que los que ganan algo.
Hoy todos eligen colores, banderas y causas que les quedan muy bien para pelearse en redes sociales o en los medios, pero que no le resuelven nada de la vida a la gente que sale a la calle todos los días con la idea de progreso en la cabeza. Especialmente cuando lo que se termina metiendo en la cabeza de un hijo es una bala de la inseguridad.