Con menos dolor que alegría
Es aleccionador el contenido de los nueve episodios correspondientes a la tercera temporada de la serie “Hacks”, que se estrenó hace unos meses en la plataforma Max, donde se aportan opiniones acerca de cómo se puede seguir haciendo humor en los tiempos de la corrección política.
J.C. Maraddón
Uno de los ámbitos que con más fuerza ha sufrido el embate de los cambios de paradigmas es el del humor, aunque paradójicamente se trate de una manifestación en la que siempre se ha destacado la libertad con la que deben manejarse quienes la ejercen, para poder lograr su cometido de hacer reír. Como la tradición consistía en que muchos de los chistes tuvieran como disparador la burla o el señalamiento del defecto ajeno, estos tiempos en los que esas bromas entran dentro del espectro del bullying han provocado estragos en el repertorio de muchos cómicos profesionales que apelaban a ese mecanismo.
La sexualidad, el matrimonio, la obesidad, la raza o región natal y la discapacidad, entre otros ítems, era recurrentes disparadores que se empleaban para causar gracia, dentro de una amplia paleta humorística que aprovechaba la desgracia del otro para provocar un efecto hilarante en el público. La corrección política que se estableció como dominante en el nuevo siglo, obligó a recapacitar sobre esas actitudes, si bien por supuesto hay un importante número de comediantes y guionistas que se resisten a adaptarse e insisten con traspasar los límites, aduciendo que la libertad de expresión los ampara en su resistencia al replanteo.
Es más, algunos se tornan fundamentalistas en esta postura y redoblan la apuesta con la excusa de que practican el humor negro y eso los habilita a decir y hacer cualquier cosa, más allá de que pueda haber quienes se sientan ofendidos y hasta dolidos por haber sufrido un agravio. Tomar para la chacota enfermedades, tragedias o catástrofes implica un riesgo de cancelación que no todos están dispuestos a correr, pero es obvio que hay un mercado para esa escatología y por ende habrá una comicidad que lo satisfaga, más allá de que se exponga a ser descalificada.
Lo más interesante de esta polémica no es que se logre una unanimidad de criterios, sino que se ponga en discusión qué consecuencias acarrea un chiste (aunque sea en apariencia inocente) y que se debata acerca de hasta dónde es posible llegar con un chascarrillo, sin que sus resultados terminen causando más dolor que alegría. Al menos, que quien ejercite este oficio sea consciente de que su discurso no es inocuo y que repetir clichés retrógrados no hace sino avalar el cercenamiento de los derechos de determinadas personas. No sería entonces la aceptación de una censura, sino comprender las responsabilidades inherentes a una actividad de tintes lúdicos.
En este sentido, es aleccionador el contenido de los nueve episodios correspondientes a la tercera temporada de la serie “Hacks”, que se estrenó hace unos meses en la plataforma Max. La accidentada relación entre una veterana estandapera y su joven guionista, cuyas divergencias se disuelven en un vínculo de afecto y admiración mutua, se ve resquebrajada una vez más, en este caso por la viralización de un contenido en video, donde se observan imágenes de archivo en las que la artista monologa de una manera que en esa época era naturalizada pero que ahora resulta por demás hiriente.
¿Qué corresponde hacer? ¿Debe la legendaria Deborah Vance pedir disculpas por aquellos pecados y así evitar que su reputación se venga a pique en un momento en que está punto de obtener un trabajo soñado? ¿O tiene que dejarse llevar por su orgullo y reivindicar esos desafortunados parlamentos por los que no tiene por qué arrepentirse ya que eran acordes a los estereotipos de su contexto temporal? Sobre estos interrogantes desarrollan su argumento estos recientes capítulos de “Hacks”, en los que no se escuchan respuestas moralizadoras, ni absolutas ni generalizables, sino opiniones que aportan (con humor) a la construcción de un diagnóstico sobre la sociedad del presente.
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