Una fuente de la que ya no se abreva
La semana pasada, en esa misma ciudad de Paris donde se había exiliado en 1975, el reconocido escritor de origen checoslovaco Milan Kundera falleció a la edad de 94 años, sin haberse hecho acreedor a ese Premio Nobel de Literatura al que supo ser un eterno candidato,
J.C. Maraddón
Sería Imposible concebir una memoria de los años ochenta sin las canciones de Madonna o Michael Jackson, sin las películas de Indiana Jones, Los Cazafantasmas o Mad Max y, sobre todo, sin la amenaza de una Guerra Nuclear que se diluyó cuando Mijail Gorbachov impulsó la glasnost y la perestroika que derrumbaron el imperio soviético. Fue una época en que, mientras en Argentina se intentaba consolidar una democracia de debilidad congénita, el mundo asistía a los prolegómenos de lo que Francis Fukuyama llamaría “el fin de la historia”, cuando se rompiese el modelo de ese mundo binario que regía desde la Segunda Guerra Mundial.
Era una época en que no existían los teléfonos inteligentes ni las redes sociales y, por lo tanto, la gente tenía tiempo para otras actividades, porque tampoco necesitaba pluriemplearse para llegar a fin de mes. Esos momentos de ocio solían desperdiciarse frente a una pantalla de TV que todavía estaba a merced de los canales de aire, en tanto los más jóvenes pasaban las horas en locales de videojuegos. Y gozaban de enorme popularidad los periódicos y las revistas, que representaban una vía de acceso al entretenimiento y la información para una gran mayoría de las personas.
En ese entonces, tampoco era tan exótico el hábito de la lectura de libros, que no estaba restringido a la elite intelectual ni a las clases pudientes, sino que también tenía sus adeptos entre los ciudadanos no tan ilustrados que, sin embargo, podían llegar a sentirse atraídos por algún best seller sobre temas de su interés. Aún no había prendido con ahínco la tendencia de los volúmenes de autoayuda o de investigación periodística, así que lo más probable es que entre los favoritos aparecieran novelas románticas, policiales o de ciencia ficción, géneros que siempre habían conseguido una aceptación masiva.
Pero tampoco se podría tener una visión completa de ese decenio sin evocar al menos dos títulos literarios que, por la profundidad de su enfoque, resultaban de lectura obligatoria para aquellos que se autopercibían como de paladar fino. Uno era “El nombrte de la rosa”, del italiano Umberto Eco, cuyos textos filosóficos precedieron en fama a esa narración fantasiosa de ventas superlativas. Y unos años después, no podría haber sido más oportuno el salto a la fama de Milan Kundera con “La insoportable levedad del ser”: un autor oriundo de la vieja Checoslovaquia encajaba con precisión en esa previa de la caída de la Cortina de Hierro.
Como novelista, Kundera exhibía una notable destreza para deslizar en su escritura reflexiones que iban mucho más allá de la construcción de personajes y escenas, porque se atrevía a incursionar en las profundidades de la condición humana para extraer de allí preguntas que quedaban rebotando en la mente de sus lectores. Llevar bajo el brazo un ejemplar de “La insoportable levedad del ser” representaba, en aquellos lejanos ochenta, una especie de pasaporte a los círculos de la alta cultura, donde ese libro era la puerta de entrada a conversaciones que iban de la erudición al esnobismo.
La semana pasada, en esa misma ciudad de Paris donde se había exiliado en 1975, Milan Kundera falleció a la edad de 94 años, sin haberse hecho acreedor a ese Premio Nobel de Literatura al que supo ser un eterno candidato, tal como nuestro Jorge Luis Borges. Leer es hoy una costumbre en vías de extinción y mucho menos habitual es la necesidad de frecuentar lecturas que ejerciten el pensamiento. Tal vez, por eso mismo, Kundera no pasa de ser un nombre que evoca determinadas circunstancias, en vez de revestir como una fuente de la que es preciso seguir abrevando.
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