La Cancillería de Milei
Últimamente la burocracia argentina dedicada a la política exterior ha estado en el foco de los análisis
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
Ya llevamos unas dos semanas hablando mucho sobre política exterior, Cancillería y diplomáticos, algo bastante raro para un país que solo conoce verse a sí mismo como el centro del universo. Quizás esa nueva sensación de verse en relación al mundo sea el único dato positivo de toda la discusión.
Casi todos los países trabajan para relacionarse con otros. Pueden ser intercambios pacíficos, como los vínculos comerciales, o para defender la anarquía global y la soberanía absoluta de los Estados, como hacen los países autoritarios que quieren seguir siéndolo. El lugar que ocupa un país en esa red de relaciones dependerá de muchos factores, entre los que se encuentran los intereses económicos (internos y externos), la clase política que define los términos en los que se encararán las negociaciones y la sociedad que tolerará ciertos arreglos y no otros.
La nueva gestión de Javier Milei pretende un giro radical en la política exterior argentina, que algunos ven como sumisión al poder norteamericano y otros como una necesidad de mostrar que acá la cosa cambió en serio y que el país se va a alejar del eje de países parias al que nos acercó el kirchnerismo. Independientemente de esa discusión, las nuevas viejas prácticas del gobierno están en el centro de la escena.
La salida de la ex Canciller Mondino claramente tuvo que ver con ruidos internos en la relación entre las partes. Muchos intereses que se solapan se fueron manifestando a través de pequeños golpes con los cuales se desestabilizó a la funcionaria, coronando la jugada con el voto en contra del bloqueo norteamericano a Cuba y el posterior pedido de renuncia a la ministra. Su sucesor, Gerardo Werthein, supo ser un ferviente adherente al cristinismo, para hoy convertirse en el hombre más importante en la gestión de la política exterior.
En medio de todo eso se conocieron directivas oficiales para alinear a los funcionarios de la Cancillería con el rumbo fijado por el presidente. No hay lugar para librepensadores, lo que fue interpretado por algunos como una persecución ideológica hacia los que piensan distinto, la antesala a una purga. Quizás tengan razón.
El gran problema en este sentido es institucional, ya que a la política exterior la define el presidente. Es una de las atribuciones propias del cargo, compartida solo parcialmente con el congreso, que tiene que refrendar las decisiones en lo que hace a tratados y acuerdos internacionales. Así, el rumbo es potestad del Jefe de Estado, quien define quién será el ministro de relaciones exteriores sin necesidad de acordar con el Congreso.
El servicio exterior de la nación es una burocracia altamente capacitada, con ingreso meritocrático y con posibilidad de hacer carrera. Tres de mis compañeros de universidad están ahí dentro, cada uno con sus preferencias ideológicas, muy preparados en sus áreas e intelectualmente honestos. Ahora bien, nada de eso significa que puedan salir al mundo a actuar en nombre de Argentina a partir de sus propias decisiones individuales. El orden jerárquico y el respeto de las decisiones de los superiores es un valor importante en una organización tan profesional.
Ahí es donde chocan el deseo presidencial de un alineamiento ideológico irrestricto con Estados Unidos e Israel, las necesidades estratégicas del país (más allá de la agenda coyuntural de un gobierno puntual) y las ideas y valores propios de los cuadros técnicos de la Cancillería.
Ciertamente el país tiene intereses y necesidades que trascienden a una gestión y que pueden no ser entendidas por los que no son expertos en el área, lo que obligaría al presidente de turno a prestar más atención a lo que dice esa burocracia que trasciende las gestiones. El problema es que eso choca con el orden institucional vigente que le da amplia discrecionalidad al presidente.
De la mano de esto va la libertad de pensamiento de los funcionarios, que a título personal piden pensar como quieran, pero que cuando están en funciones representan al Estado y a quien los conduce. Este es el punto más flojo de la cuestión, pero no hay muchos elementos para oponerse a la decisión de ordenar las labores de los representantes del servicio exterior.
Lo ilógico es creer que se llegó hasta acá sin politización de la Cancillería, como si fuese un compartimiento aislado de la influencia ideológica de los sucesivos gobiernos. El kirchnerismo dio sobradas muestras de haber actuado de este mismo modo a lo largo de los años y lo que más le duele es que se ataque de frente y se pretenda desarmar ese entramado armado pacientemente con el tiempo. Los que se decidan alinear con la nueva gestión quedarán; los que insistan en la micromilitancia dentro del Estado para erosionar al gobierno, no.
A Mauricio Macri le tocó sufrir estás acciones en carne propia, cuando con diferencia de unos días los representantes argentinos en distintos foros votaron a favor y en contra de la dictadura venezolana, solo porque a un díscolo kirchnerista no le gustó que argentina le retire el apoyo al dictador y asesino Nicolás Maduro.
Quizás lo que hace el gobierno esté mal si se piensa en países normales y con instituciones fuertes, pero es la forma en la que se hace política en este país. No se trata de una preferencia personal, sino de una realidad objetiva: cada vez que alguien trató de hacerlo de otra manera, los resultados fueron contraproducentes para su supervivencia.
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