Un fastidio que podría ser real
Sobre las diferencias de idiosincrasia entre un equipo cinematográfico estadounidense y los habitantes del pueblo de la pampa bonaerense adonde llega con sus cámaras, trabaja la directora argentino/española Amalia Ulman en su filme “Magic Farm”, que se estrenó este año y que ha sido incorporado a la grilla de Mubi.
J.C. Maraddón
Cuando a lo largo de la historia se produjeron choques culturales, en la mayoría de los casos hubo -a groso modo- vencedores y vencidos, con una civilización aparentemente más desarrollada que imponía su poder sobre aquella que se sometía a los designios de su conquistador. Por supuesto, a su manera, los que resultaron perdidosos terminaron inoculando en los triunfadores muchos de sus patrones, que de forma subterránea van logrando persistir y que afloran por más que se quiera disimularlos. Desde la influencia árabe en España hasta la quichua en Latinoamérica, sobran ejemplos de estos cruces donde los derrotados dejan su impronta.
Pero también se dan a veces contactos que no son tan cruentos, en los que hay intercambios que se manejan dentro de ciertas condiciones de equivalencia, con reciprocidad en lo que cada uno asimila del otro. Las migraciones no son ajenas a estas categorías, aunque allí quien recibe suele poner condiciones a los que se desplazan, como por ejemplo aprender el idioma local para obtener permiso de residencia. De todas formas, las grandes comunidades de extranjeros que se reúnen en las metrópolis imprimen su marca en ese país al que han arribado en procura de una mejor calidad de vida.
Es decir que, más allá de que no existan conflictos bélicos de por medio, hasta los menos irritantes vínculos entre personas provenientes de lugares distintos, pueden producir desequilibrios que afectan la fluidez de la comunicación. Por ejemplo, cuando un grupo foráneo se percibe como de un estrato superior a la comunidad autóctona, son más frecuentes las fricciones y se tornan complicados los acuerdos sobre cuestiones básicas. Quienes se sienten sentenciados por su debilidad, tienden a resistir esa subestimación y a esgrimir estrategias de defensa que achican las posibilidades de un entendimiento en el que las dos partes queden conformes.
Si alguien de la ciudad se desplaza hacia el campo, probablemente se vea tentado de pensar que los habitantes de esas regiones no poseen una formación que les otorgue entidad como para ser tratados de igual a igual. Y los que residen en zonas alejadas de los grandes centros urbanos, tal vez se crean que los citadinos pretenden engañarlos con sus palabreríos o que son unos inútiles, porque carecen de las nociones elementales para la supervivencia fuera de los núcleos poblacionales donde las comodidades están al alcance de la mano y donde subsistir podría no exigir de un esfuerzo físico desmesurado.
Sobre estas disimilitudes trabaja la directora argentino/española Amalia Ulman en su largometraje “Magic Farm”, que se estrenó este año y que ha sido incorporado a la grilla de la plataforma Mubi. Un equipo cinematográfico estadounidense arriba a una localidad perdida de la pampa bonaerense en busca de un músico con cuyo testimonio estarían completando un episodio de su proyecto de serie documental. Pero no sólo equivocan su rumbo geográfico sino que tampoco aciertan en sus interrelaciones con los pueblerinos, sobre los que arrojan una mirada que fluctúa entre la suficiencia y la piedad, según la circunstancia de la que se trate.
El mismo despiste que aflige a esos engreídos intrusos parece afectar a la propia comedia de Ulman, que naufraga en una sucesión de clichés tanto para dibujar la soberbia de los recién llegados como para pintar el deslumbramiento de los lugareños. No se sabe si el rictus de eterno fastidio que presenta la actriz Chloë Sevigny cada vez que se la ve en cámara en su papel de entrevistadora, responde al personaje que está encarnando en la ficción o a una sensación real de la intérprete, que en su condición de celebridad hollywoodense se ha visto involucrada en una empresa de la que quizás no debió tomar parte.
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