Defensores de una ética anacrónica
Ante el anuncio de un regreso de Soda Stereo, con la presencia virtual de Gustavo Cerati, toneladas de improperios han llovido sobre Zeta Bosio y Charly Alberti, a los que se sindica como supuestos explotadores post mortem de una gloria de la que no serían más que partícipes secundarios.
J.C. Maraddón
Aunque había nacido como una moda más, que involucraba la música y el baile, en los años sesenta el rocanrol se acopló a los vientos de cambio que soplaban en el mundo y adquirió un rol central en la contracultura que, con ímpetu juvenil, planteó críticas fundadas a las instituciones y alimentó la posibilidad de que hubiese una alternativa frente a lo establecido. Por ese mismo motivo, quienes comulgaban con esas consignas empezaron a discriminar entre lo que tenía un fin meramente comercial y lo que estaba inspirado en ideas divergentes, cuyo objetivo era despertar las conciencias y modificar las pautas que venían rigiendo la vida en sociedad.
No hubo que esperar mucho hasta que la economía de mercado asimiló ese fenómeno en su provecho. Las empresas dedicadas al negocio del entretenimiento advirtieron el potencial lucrativo que entrañaba la aparición de ese segmento de jóvenes que abogaba por la emancipación y que levantaba como bandera el rock por encima de las demás ideologías revolucionarias. Fue ese el momento en que los nobles sentimientos que inspiraban a muchos artistas se convirtieron del día a la mañana en una mercancía virtuosa. Y aquellos que se postulaban como líderes de la revuelta pasaron a ser envasados como un producto para el consumo masivo.
En Argentina, ese proceso recién se iba a escenificar durante los años ochenta, cuando algunos de los viejos referentes rockeros escalaron los peldaños de la fama y por primera vez disfrutaron de las mieles de la popularidad. Hasta ese quiebre, su hábitat natural había sido el circuito independiente, desde donde se erigían en jueces que condenaban a aquellos cuyos fines se había desviado del camino del arte por el arte, para entregarse a procesos industriales en los que su talento se había pervertido y sus obras habían devenido en objetos que podían ser vendidos de acuerdo a su cotización.
Por más que cuarenta años atrás esos paradigmas morales cayeron en desgracia ante el boom de ventas de las figuras que poco antes se abroquelaban en un gueto, persistieron como sustrato las críticas a los que exhibían un desaforado afán por respetar los mandatos del marketing. Muchos de esos astros de la canción que ahora podían dirigirse a un público mucho más numeroso y heterogéneo, deseaban con fervor que su trabajo les reportase ganancias, pero debían disimular tal propósito para que no les cayera encima la condena de los defensores de una ética anacrónica.
Quizás algo de ese antiquísimo repertorio ideológico sea el que asoma por estos días, ante el tan meneado anuncio de los shows que brindará una extraña formación de Soda Stereo, con la presencia virtual de Gustavo Cerati manipulada a partir de dispositivos de la más moderna tecnología. Se trata de un nuevo proyecto encabezado por los sobrevivientes del trío, Zeta Bosio y Charly Alberti, quienes ya han encarado otros procedimientos del mismo tipo, luego de que el cantante, compositor, guitarrista y líder del grupo falleciera en septiembre de 2014, siete años después de que Soda Stereo brindara sus conciertos de despedida.
Toneladas de improperios han llovido sobre Bosio y Alberti, a los que se sindica como supuestos explotadores post mortem de una gloria de la que no serían más que partícipes secundarios. Tal vez sea pertinente sospechar que la iniciativa no sobrepasa los límites de una jugada en busca de recaudar una taquilla considerable, pero la demanda extraordinaria de entradas anticipadas lleva a pensar que esta oferta responde a una inocultable demanda. Y que si el rock transó hace mucho tiempo ya, volver a esgrimir argumentos contraculturales suena a una queja inútil. Con no comprar los tickets debería ser suficiente.
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