La justicia sonora
La semana pasada, estuvo en Córdoba Mavi Díaz para presentar el “Volumen 3” que completa la antología de su padre, el armonicista Hugo Díaz, a través de grabaciones del periodo 1956-1966 que permiten dimensionar el inmenso aporte de un músico tan genial como inclasificable.
Por J.C. Maraddón
jcmaraddon@diarioalfil.com.ar
En un momento indeterminado que puede situarse en las primeras décadas del siglo veinte, el proceso de industrialización que venía impulsando al mundo hacia la utopía del progreso también comenzó a afectar a las expresiones artísticas. La fabricación en serie de películas o discos cobró una fuerza que continúa siendo motorizada en la actualidad y que ha propulsado al negocio del entretenimiento a ese destacado lugar que ocupa entre las actividades creadoras de riqueza. Pero claro, en ese salto de lo artesanal a lo masivo, las producciones musicales tenían que encajar en los moldes prefijados por los intereses mercantiles de los inversores.
Se estableció que el formato de la canción era el más apto para esos fines y que los géneros sonoros eran impres-cindibles para clasificar esas piezas a las que se pretendía vender como a cualquier otro objeto digno de ser con-sumido. Así, el público podía desarrollar su preferencia por cierto estilo y, dentro de esa categoría, podía elegir cuáles eran sus artistas favoritos. Con este método, algo tan escurridizo e inasible como la música era mantenido a raya por las grandes compañías discográficas que fueron las encargadas de elaborar, distribuir y expender esas curiosas mercancías.
Frente a tales condiciones que les exigían la sumisión a ciertas reglas para poder alcanzar el éxito, hubo músicos que se rindieron a las leyes del mercado y, más allá de tener mayor o menor apego a lo establecido, respetaron los mandatos industriales y construyeron su obra en base a esos preceptos. Pueden haber sido los rebeldes más osa-dos que se hayan conocido, pero presentaban sus creaciones del modo indicado y salían a ofrecerlas por los cana-les que correspondían, ingresando al círculo virtuoso que reportaba pingües ganancias, en especial a los empresarios que solían fomentar esas actitudes antisistema como herramienta de marketing.
Sin embargo, a pesar de que no necesariamente su discurso fuese contestatario o rupturista, otros intérpretes renegaron de todo eso que con tanto ahínco se les imponía y divagaron sin aferrarse a moldes ni referencias explícitas, sólo guiados por el instinto artístico que era el que había inspirado a los músicos durante siglos, cuando su profesión todavía no se había industrializado. Errantes sin remedio en ese universo al que se le pretendían aplicar normativas estrictas, a puro talento derribaron barreras que parecían infranqueables y extendieron los límites de lo permitido, lo que los convirtió en una poderosa (y peligrosa) influencia para sus colegas.
El armonicista santiagueño Hugo Díaz, que expandió en múltiples direcciones las posibilidades de ese instrumento, se perfila como parte de esa raza de iconoclastas que deambula por las galaxias del sonido con el único norte de su propia intuición. Fallecido con apenas 50 años en 1977, legó una obra que se desplaza desde el jazz hasta el tango y el folklore, pero mezclándolos entre sí hasta desplegar un vuelo personal que elevaba la altura de su desempeño por encima de esos compartimentos caprichosos que se habían inventado para evitar digresiones como las que él cometía.
A manera de castigo por el pecado de haber sido a la vez popular e impertinente, muchos de sus registros no habían sido recuperados en tiempo y forma, un olvido que se empieza a reparar ahora por iniciativa de su hija, Mavi Díaz, y con el respaldo empresarial de Sony Music. La semana pasada, ella estuvo en Córdoba presentando el esperado “Volumen 3” de la antología de su padre, que le demandó 15 años de trabajo. Esta vez, lo que se rescatan son grabaciones de entre 1956 y 1966 que, junto al adelanto de un futuro documental biográfico, apuntan a hacer justicia con la memoria de un instrumentista genial.
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