Nacional Por: Javier Boher15 de diciembre de 2023

La ley y el orden

El nuevo protocolo para lidiar con los piquetes ha generado escozor en las filas del progresismo, que se olvida de que no hay nada más revolucionario y fuerte que la igualdad ante la ley

Por Javier Boher
rjboher@gmail.com


Argentina es un país en el que se han ido rompiendo numerosas cosas a lo largo del tiempo. Quizás por voracidad y egoísmo político fue que vimos un aumento de la degradación de la cosa pública. Lo que empezó como un leve deterioro se convirtió en una realidad que no queremos ver porque estamos concentrados en buenas épocas pasadas.
En su proceso de destrucción de lo público -pero diciendo exactamente lo contrario- el kirchnerismo se encargó de romper todo aquello en lo que difícilmente haya un mejor proveedor que el Estado, o al menos aquellas áreas en las que es más justo que el Estado esté involucrado. 
El proceso fue paulatino, casi imperceptible, al punto que se terminó por naturalizar un orden de cosas que es incompatible con la prosperidad y el crecimiento económico. El discurso de la salida de la crisis de 2001 se convirtió en algo inmutable, una verdad absoluta contra la que nadie podía ponerse en contra.
Sin embargo, el hecho de que nuestra constitución nacional sea profundamente liberal debe estar marcado en el inconsciente colectivo, reflotando cada vez que alguien nos quiere convencer que esta no es la tierra de las oportunidades y del futuro. 
Lo más liberal de todo no es la libertad de empresa, la libertad de mercado. Si, son fundamentales para alcanzar sociedades más prósperas, pero no son suficientes. Las libertades sociales también son centrales, pero el hecho de poder hacer todo lo que no moleste a otros no alcanza para construir un país liberal. Para poder alcanzar ese objetivo hay que poder asegurar el cumplimiento de la ley, la que existe para poner límites a todos los que pretenden avanzar sobre los derechos y libertades de los demás.
Idealmente, en la visión ultra liberal y anarcocapitalista de Milei la sociedad se regula sola. La mano invisible del mercado armonizará los deseos de unos con los de otros y así todos serán felices.
Pero no. Contrariamente a esa visión romántica, para que una sociedad pueda ser verdaderamente liberal hace falta la mano de hierro del Estado, que escribe las leyes y las hace cumplir para conseguir el orden. Romper esa máxima fue una de las mayores victorias del kirchnerismo, relativizando los alcances de la ley y estableciendo criterios desiguales para su cumplimiento. Así, si se acepta aquello de que por ser pobre alguien debería poder escaparse de una condena por asesinato, robo o usurpación, ¿cuánto tiempo puede pasar hasta que se empiecen a minimizar aquellas violaciones de la ley que afectan a toda la sociedad, como la corrupción, el tráfico de influencias o el enriquecimiento ilícito? Hacia allí nos llevó el kirchnerismo.
Por suerte la gente empezó a demandar cambios, porque no todo puede dar lo mismo y no puede ser que haya gente abusando de esas licencias que se empezaron a dar allá lejos y hace tiempo. Si no hay mejor forma de educar que con el ejemplo, ver la prosperidad de vecinos o amigos que viven bien gracias a transgredir la ley se empieza a convertir de a poco en la guía moral. Hasta que se llega a un límite.
Los anuncios de un nuevo protocolo contra los piquetes erizaron la piel de los fervorosos defensores del lumpenaje. Hace rato los piquetes dejaron de estar llenos de trabajadores para pasar a estar saturados de siervos sometidos a la voluntad de un señor que administra fondos públicos usándolos como arma de extorsión contra los políticos. Para que esos derechos que dicen reclamar puedan tener más probabilidades de ser escuchados (o compartidos por el resto de la sociedad) deben ser compatibles con el respeto de los derechos de los demás. Cortar calles, usurpar terrenos, apedrear policías o bloquear fábricas y negocios no pueden seguir siendo aceptados como formas válidas de protesta política. 
Muchos detractores de Bullrich ya se imaginan que la ministra está mandando a pulir una gran cantidad de Falcon verdes para salir a perseguir y secuestrar gente, cuando el planteo es exactamente el opuesto: existen leyes que regulan la convivencia y se deben cumplir. 
En un país como este, en el que la evasión de la norma se convirtió en la forma de vida habitual, volver a poner a la ley y al orden en el centro de la escena es lo más revolucionario y liberal que hay, porque es con un criterio igual para todos que se puede empezar a hablar de una sociedad que puede pretender buscar la igualdad material, de género o cualquier otra. Si la arbitrariedad está a la orden del día, desaparecen las certezas para el que quiere salir a trabajar y ganarse el mango cada día. 
Todas las decisiones deben estar fundamentadas en la ley y las acciones deben estar fuertemente amparadas por la misma. Hace falta un trabajo coordinado entre los distintos niveles de gobierno y una decisión política honesta para asegurar el éxito de esa ambiciosa misión de recuperar el orden que hace rato desapareció de las calles.
Hay otros poderes y organizaciones de la sociedad civil que deben controlar, evitando que se produzcan abusos o pidiendo que paguen los culpables si efectivamente se cometen. Pero no se puede mirar para otro lado y quedarse inmóvil por miedo a que las cosas se salgan del cauce institucional que corresponde.
El verdadero logro de los Estados liberales no fue extender el comercio, abrazar el capitalismo y esas cosas. El triunfo estuvo en haber podido definir un marco de convivencia en el que todos pueden vivir la vida que quieren, pero además respaldarlo con acciones concretas que generen las condiciones materiales para dejar de preocuparse por las violaciones a la vida, la propiedad y todas las libertades civiles y políticas.
 

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