Cultura Por: J.C. Maraddón21 de mayo de 2024

Acá cerca y hace tiempo

Siguiendo destinos paralelos que coinciden en su coherencia, Abel Pintos y Luciano Pereyra han decidido reunirse en escena y anunciar que compartirán una serie de diez conciertos en el Luna Park, prevista para noviembre. ¿Se prolongará esa juntada durante los festivales veraniegos?

J.C. Maraddón

Una variada gama de factores deben haber confluido en la década del noventa para que en esos años se produjera dentro de la música argentina un renovado furor por la música folklórica, que tuvo como epicentro la provincia de Córdoba con su agenda festivalera veraniega. En medio del apogeo de los cantantes melódicos latinos, del pop electrónico y del amplio abanico de la bailanta, los estilos nativos tomaron una posición preponderante en el gusto popular y recuperaron un espacio que habían perdido en el decenio anterior a manos de los intérpretes rockeros que se habían apropiado de los primeros planos.

Como no se encontró ninguna denominación mejor, le dieron en llamar “folklore joven” a ese fenómeno que incorporaba nuevas audiencias a un género que, por estar anclado en la tradición, había quedado recluido a los favores de escuchas adultos, más que nada residentes en el interior del país. Es probable que el desplazamiento de chicas y chicos hacia las grandes ciudades en procura de puestos laborales o de universidades donde cursar estudios superiores, haya sido determinante en la construcción de ese mercado ávido de productos como zambas, chacareras o carnavalitos, cuyos orígenes se remontan a regiones bastante alejadas de la urbanidad.

Como parte de la camada de figuras que surgieron entonces, se colaron nombres no tan juveniles, como los de Los Nocheros, el Chaqueño Palavecino o Cuti y Roberto Carabajal, quienes a pesar de no entrar dentro del rango de edad de esos públicos nacientes, lograban sintonizar con sus preferencias. Al mismo tiempo, formaciones que exudaban juventud como Los Tekis, Los Alonsitos o Amboé, practicaban adaptaciones modernas del chamamé y el huayno, procedimientos que les garantizaban sonar a la moda y hasta ingresar a las discotecas, esos reductos bailables en los que hasta ese momento el folklore no había tenido cabida.

Sin embargo, una tríada adolescente consagrada en los escenarios de los festivales iba a ser el mayor hallazgo de aquella tendencia que se hizo fuerte a finales del siglo pasado. Soledad Pastorutti, Abel Pintos y Luciano Pereyra, cada uno a su manera, se abrieron paso en el panorama musical con una energía propia del pop o del rock, y con esa postura irreverente con respecto a lo que marcaban las costumbres ancestrales, se posicionaron como la esperanza de un futuro en el que los sones nativos no debieran esforzarse para apenas sobrevivir, sino que más bien gozasen de una acogida fervorosa.

A casi treinta años de su revelación, puede decirse que los tres estuvieron a la altura de lo que se esperaba, cada cual inmerso en las particularidades de la orientación que le imprimieron a su carrera. Cuarentones y en plena madurez artística, por más que hayan participado de aquel “folklore joven” que los enroló en sus inicios, hoy sus interpretaciones van más allá de cualquier encasillamiento. Se manejan con soltura de la cumbia al pop y del rock a la balada, sin que esos vaivenes les desdibujen el perfil que se han trazado ni les quiten la fidelidad de sus fans.

Y tal vez esos destinos paralelos que coinciden en su coherencia, han llevado a que dos de ellos, Abel Pintos y Luciano Pereyra, hayan decidido reunirse en escena y anunciar que compartirán una serie de diez conciertos en el Luna Park, cuya realización está prevista para noviembre. Muchos se ilusionan con que esa juntada se pueda prolongar en Jesús María, Cosquín o Villa María, aquellos sitios donde han sabido cosechar aplausos y ovaciones de quienes han crecido junto a ellos. Ni folkloristas ni jóvenes, ahora se disponen a cerrar el círculo que se abrió acá cerca y hace tiempo.

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