Libertad de expresión, solo cuando coinciden
Las tensiones por el discurso son propias de una sociedad democrática y hay que aprender a vivir con ellas
Por Javier Boher
rjboher@gmail.com
Hay temas que demoran unos días en madurar. Quizás el evento que deposita la semilla no es lo suficientemente intenso como para convertirse en nota, pero la semilla queda ahí, esperando para estallar. Quizás aparece otro evento que le da un empujoncito y después de un rato ya se termina de formar, aunque quizás haya pasado una semana desde que arrancó todo.
Escribo esto un par de horas después de haber empezado a dar en clases lo último del año, “La democracia en 30 lecciones”, obra de Giovanni Sartori que he comentado en otras oportunidades. Justo después de las elecciones norteamericanas, con un duro golpe para el poder establecido a lo largo del siglo XX, el tema de la libertad de expresión vuelve a estar en el centro de la escena. Por las dudas, como siempre, hay que aclarar una cosa: no hay nada más sano y sagrado para una democracia que la posibilidad de expresarse que se reconoce a sus ciudadanos. Poder lanzar ideas y consignas al espacio público para que sean agarradas por los votantes es un derecho que mantiene viva la democracia.
Sin embargo hoy hay una tensión permanente al respecto. Proliferan las comunidades de personas ofendidizas que, incluso en nombre de la libertad de expresión, quieren cercenar un derecho inseparable de la condición humana. Uno debería siempre poder decir lo que piensa, bajo el único riesgo de que a la gente le parezca una gansada enorme.
¿Cuáles son los únicos límites a esto? Por un lado, incitar a la violencia. Por el otro, entrometerse en la vida privada de personas que no son de interés público o que no están haciendo nada que sea de interés público (y esto es un poco .así debatible).
La semana pasada hubo dos episodios que marcaron la forma en la que entendemos la libertad de expresión.
Uno de estos temas es el cruce que hubo entre el cantante Dillom y un tuitero conocido como Las Pistarini. No se trató de “pirotecnia verbal”, como se le decía en un época a los intercambios verbales subidos de tono, sino a algo mucho más concreto. El tuitero subió una foto que tomó sin el permiso del cantante y sin que éste supiera que lo estaban fotografiando, agregando con sorna que le tocaba compartir el avión. El rapero se enteró por las redes, lo fue a buscar y lo filmó, dejando expuesto al incitador como un cobarde.
Vamos a dejar de lado las interpretaciones sobre el hecho en sí, porque prácticamente ningún curso de acción hubiese estado bien a los ojos de la sociedad. Lo importante acá es la libertad de expresión. ¿Puede el tuitero expresar au desagrado por el cantante? Por supuesto, pero el problema está en esa fina línea de la foto que cae en una provocación innecesaria. A los fines de las redes, exponer a alguien ante usuarios que desbordan bronca es casi como insultarlo en persona. La reacción del cantante es comprensible y justificada, pero solamente porque no pasó nada. Alguien dijo alguna vez que las palabras se inventaron para dejar de matarnos y nunca encontré mejor argumento que ese para la libertad de expresión: reírse del tuitero es mucho más poderoso que agarrarlo a trompadas, pero también mucho más seguro para la integridad física.
El otro hecho fue por el cruce que tienen el periodista Alejandro Alfie y el tuitero Traductor, que agarró de punto al primero desde hace un tiempo. Esta tensión refleja uno de los problemas más grandes con los que tiene que lidiar el mundo actual, que es la asimetría de fuerzas en el plano de la opinión pública. Periodistas como Alfie siempre tuvieron la posibilidad de ser respaldados por un gran medio que avalara sus dichos, como me tocó vivirlo una vez que nombré a un periodista y a su medio en una nota y el jefe de redacción me llamó para insultarme porque iba a ser un problema para el diario, porque “¿sabés los abogados que tiene La Nación?”.
Ahora los medios son mucho menos poderosos y los creadores de opinión pública han reemplazado ese lugar hablando con nombre propio. El riesgo está en que los tuiteros que opinan sobre distintos temas no siguen reglas, ni códigos de conducta o ética profesional propios del oficio de periodista. Personalmente no creo que esté mal, pero elevar el nivel de los tuiteros al nivel de los periodistas es incompatible con pedirle a los periodistas que se matriculen. Los tuiteros quieren ser -usando una analogía un tanto exagerada- como los grupos terroristas, que no están sujetos a las reglas de la guerra. De ese modo la pelea va a ser siempre desigual.
En esa pelea elijo no tomar parte, pero sí hay algo que me llamó la atención: el abogado que patrocina la demanda contra el periodista dijo que era por “exceso en la libertad de expresión”. Es muy loco que alguien que estudió derecho y dice defender la libertad sea capaz de decir algo así, absolutamente incompatible con una democracia que se precie de serlo. No puede haber excesos en la libertad de expresión, pero sí otro tipo de figuras con las cuales avanzar sobre el emisor.
Cuando hablábamos del tema en el aula, la cosa quedó más o menos clara. A la mayoría le encanta la libertad de expresión, pero solamente cuando la suya es una opinión mayoritaria y no son objeto de la opinión de los otros. Ahí si ya no les gusta tanto y quieren que se hable de otra cosa. Mala suerte para ellos: las democracias nos necesitan diciendo lo que tengamos ganas.
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