Por Javier Boher
Hace unos días que quiero escribir sobre “Adolescencia”, la serie de Netflix que parece haber afectado a tanta gente. Personalmente no me pareció la gran cosa, pero eso no importa ahora. Lo verdaderamente importante es que le mostró a buena parte de la sociedad lo que se vive en las escuelas y entre adolescentes.
Siempre remarco que trabajo de docente hace muchos años, principalmente en el secundario, pero que también lo he hecho -y lo sigo haciendo- en los otros niveles. Netflix mostró cosas que pasan en las aulas y que se resuelven más o menos como se resolvieron en la serie.
El jueves envié una nota sobre los chicos cargados de política (o de temáticas adultas) y el viernes que salió publicada me crucé con la noticia de que en Escobar, Buenos Aires, habían desbaratado un plan para realizar un tiroteo en una escuela. Escuché sobre el tema mientras estaba por dejar a mi hija en la escuela y me dirigía yo mismo a dar clases. ¿Cómo no me iba a quedar el tema repicando en la cabeza durante todo el fin de semana?.
Lo primero, antes de que haya gente distraída que crea que todas las escuelas son escenario de una potencial masacre, tanto en la serie como en la vida real los episodios tienen que ver con gente que no está bien respecto a sus facultades mentales. Siempre ha habido locos y siempre han sido más problemáticos que pintorescos.
La serie busca relativizar el homicidio a sangre fría por parte de un chico alterado en su psiquis, que manipula emocionalmente a la gente y le arruina la vida a toda la gente que lo rodea. Sin embargo, un poco de eso se trata la vida, de la ambigüedad de las acciones en distintos contextos y desde distintas perspectivas. ¿Acaso el bullying que le hacían al protagonista no estaba mal? Por supuesto que sí, pero nunca justifica matar.
En la mesa de Mirtha Legrand -y a raíz de otras cosas- se produjo un debate sobre la edad de imputabilidad y cómo las condiciones socioambientales afectan a los menores que delinquen. Eso nos puede servir para entender, pero de ninguna manera puede ser excusa para relativizar (acaso lo que termina pasando siempre). Si los que planeaban el ataque finalmente lo realizaban, acá serían inimputables, lo que marca la necesidad de cambiar el enfoque.
Crisis escolar
Una de las cuestiones más fuertes de la serie es algo que nadie que no pertenezca al ámbito escolar puede entender cabalmente: no hay ningun docente que valga la pena. Todos demuestran estar desbordados o ser indiferentes frente a lo que pasa en las aulas y respecto a los alumnos. No hay ninguna conexión emocional entre docentes y alumnos, lo cual niega por completo la base de la educación.
“Enseñar es un acto de amor”, repetía mi directora de secundaria, acaso una de las personas más importantes para que yo evite convencerme de que era el alumno problemático de la primaria. Enseñar es un acto de amor porque no se puede entrar a un aula sin poner a las personas por delante de los contenidos, ni se puede creer que los valores o el bienestar de los alumnos se deben subordinar a la legislación o al criterio del inspector.
En esa escuela ficcional no hay amor ni preocupación por los adolescentes, sino un montón de adultos que hacen de mala gana un trabajo fundamental para la reproducción de la sociedad. Quizás en las escuelas de Escobar a las que asisten los conspiradores también falte gente que ame la docencia y que esté dispuesta a mostrar preocupación por sus alumnos, porque todo esto pasó delante de ellos sin que lo noten. No es tan fácil verlo, pero el alumno por el que se supo de esto recurrió a sus padres, no a las autoridades escolares. Tal vez eso sea por el permanente rechazo de las escuelas a lidiar con los problemas.
La gente repite que los docentes ganamos poco y vaya si tienen razón. Sin embargo, todos los que elegimos esto lo sabíamos cuando lo elegimos y lo sabemos hoy, cuando lo seguimos eligiendo. ¿Qué pasará por la cabeza de esos docentes sin vocación respecto a la clase de enseñanza que le están dando a sus alumnos, yendo a trabajar a desgano porque ganan poco?
Crisis social
Hoy la escuela no sirve para nada, no porque la institución esté obsoleta, sino porque todos los adultos, en todos los ámbitos de la vida de los adolescentes, han elegido dar un paso al costado. Los adolescentes de hoy han perdido el fuego de la rebeldía porque los padres y docentes han perdido el rol del límite, comportándose como niños que no aceptan las complejidades y responsabilidades de la vida adulta. Se disfraza de comprensión y empatía lo que es un vulgar abandono, solamente porque es más fácil “darles su espacio” que hacerse cargo de acompañarlos para que superen los problemas por los que atraviesan.
Por algún motivo que no está del todo claro, la sociedad se ha olvidado de la importancia de los límites como una forma de preocuparse por el otro. No están en los colegios, no están en las casas, no están en la calle. Puede sorprender que los de Escobar hayan querido hacer un tiroteo, pero no sorprende su malestar ni que fantaseen con hacerlo.
Esta crisis afecta en mayor medida a las sociedades occidentales, en las que la disciplina y el orden parecen haberse convertido en malas palabras, a pesar de que no son sinónimos de violencia ni de arbitrariedad. Por haber adoptado esa postura es que la escuela no puede ayudar a contener a los chicos, que deben lidiar con todos los procesos de la adolescencia sin presencia adulta, confiando en influencers que solo viven de difundir mentiras para tener más reproducciones, en pares que pueden tener otras intenciones o en el propio, inmaduro e incompleto discernimiento.