Una influencer sin red
La repercusión que tuvo la noticia de la muerte de Beatriz Sarlo, a sus 82 años, se extendió incluso a aquellos que jamás leyeron sus textos ni la tuvieron como profesora. Y es que su presencia mediática la transformó en una referencia siempre a mano para entender el presente y para vislumbrar el futuro.
J.C. Maraddón
Uno de los prototipos de figura pública que domina esta época es la del influencer, es decir, aquella persona que se vuelve popular a través de las redes sociales y que, gracias a determinadas cualidades, sienta opinión sobre ciertos temas o consumos. Aunque se presume que este tipo de personajes suelen ser tan jóvenes como su público cautivo, en realidad los hay de todas las edades en tanto quien pretende llevar adelante la tarea acepte los códigos vigentes y se esfuerce por cosechar seguidores mediante trucos (baits), hasta procurarse una cantidad suficiente como para ser ungido como un usuario que a su vez influye en otros.
En cuanto al contenido que estas personas suben en sus perfiles, resulta de una gama tan variada como variados son los intereses de aquellos que pasan un largo rato scrolleando, dando likes y haciendo comentarios. Lo importante para ascender a la categoría de influencer es inspirar a decenas de miles de followers en su forma de actuar, pensar y, sobre todo, consumir. Una vez conseguido ese objetivo, se podrá con suerte acceder a la instancia de monetizar ese trabajo, al que no pocos toman como una salida laboral acorde a las circunstancias actuales, en las que reina el “hazlo tú mismo”.
Así vemos en nuestras pantallas cómo esos famosos de la era digital se aplican tal crema facial, se alojan en tal hotel o visitan tal restorán, recomendándonos que hagamos lo mismo si queremos estar a su altura. Y cuando el sponsor que facilita esos ejemplos corrobore que sus ventas se han incrementado, retribuirá a su protegido de la manera que corresponda, instalando así un recurso publicitario que deja atrás los circuitos tradicionales para adentrarse en técnicas que permiten segmentar mucho mejor el mercado y llegar directamente a ese público predispuesto a atender lo que el anunciante tiene para ofrecerle.
Entre la variada oferta de individuos que pone esta clase de servicios a disposición de sus semejantes, también están aquellos que se especializan en la divulgación de ideas teóricas de no muy fácil comprensión, a las que se atreven a sintetizar de un modo que las haga entendibles para la mayoría. Áreas como la filosofía, la historia o la astronomía y la física encuentran así una vía novedosa para atrapar curiosos, que tal vez no son de leer mucho ni de preocuparse por esos campos de conocimiento, pero que por una pieza audiovisual atractiva empiezan a sentir un entusiasmo que desconocían.
Antes, mucho antes de esta realidad que parece sacada de un relato de ciencia ficción, también ha habido quienes ejercían influencia sobre sus semejantes, pero no desde las redes sociales sino, por citar una manera, desde la cátedra. En la antigüedad pueden haber sido encuadrados como pensadores, pero luego fueron tomando el nombre de filósofos, sociólogos, antropólogos y muchos otros, que estaban al frente de clases universitarias y escribían libros donde volcaban sus reflexiones. Con el arribo de los medios masivos, algunos de ellos se animaron a usar esa herramienta para potenciar su llegada e impregnar con su sapiencia a una audiencia más amplia.
La repercusión que tuvo esta semana la noticia de la muerte de Beatriz Sarlo, a sus 82 años, se extendió incluso a aquellos que jamás leyeron sus textos ni la tuvieron como profesora. Y es que su presencia mediática la transformó en una referencia siempre a mano para entender el presente y para vislumbrar el futuro; y también para polemizar, que es algo muy distinto a la actitud del “hater”. Con su partida, empieza a retirarse una camada de “influencers” que dejaron su impronta en nuestra cultura por el manejo de saberes que hoy son menospreciados por la dictadura del mercado.
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