Cultura Por: J.C. Maraddón03 de agosto de 2023

Que la rebeldía no vaya a salpicar

Al conocerse el deceso de la cantante irlandesa Sinéad O’Connor, fueron muchas las voces que denunciaron cuánto sufrió ella por ese ostracismo al que la condenaron aquellos que no mucho antes la habían bendecido por llevar el tema “Nothing Compares 2 U” a la cima de los charts.

J.C. Maraddón


Cuando los sellos discográficos se dieron cuenta de que la rebeldía era un producto que se vendía como el pan, se largaron a fichar artistas que cumplieran con ese propósito, a pesar de que muchas veces las canciones que elaboraban o la imagen que ofrecían estaban reñidas con la moral y las buenas costumbres. Los Rolling Stones, por ejemplo, estaban empaquetados como un grupo maldito que representaba una influencia negativa para los adolescentes… y por eso mismo se hicieron famosos en todo el mundo y reclutaron millones de fans que se identificaban con sus modales para nada complacientes con la flema inglesa.

Desde aquellos lejanos tiempos, siempre se supo que había una irrefrenable inclinación juvenil por aquellos que no se atenían a lo establecido, y por eso los productores han fomentado la aparición de figuras que estuviesen decididas a impartir sus propias reglas, por encima de las que fuesen aceptadas por la sociedad. Tal vez el ejemplo más extremo de estos mecanismos haya sido el instantáneo ascenso y el aún más estrepitoso descenso del grupo Sex Pistols, cuyas provocaciones los sacaron del anonimato y los transformaron en objeto de adoración, hasta que los excesos se pasaron de la raya y cayeron en desgracia.

Quizás allí se encuentre el eje de una discusión que las compañías musicales deben haber tenido puertas adentro: ¿hasta qué punto se puede dejar que llegue un músico en la búsqueda de “espantar a la burguesía”? ¿Está todo permitido o hay límites a partir de los cuales se les suelta la mano a quienes osen trasponerlos? A lo largo de las décadas, han proliferado los casos de estrellas de la canción que debieron bajar los decibeles o que directamente fueron expulsadas del circuito, a raíz de haber sobrepasado lo que el mercado musical consideraba como defendible.

Suena hipócrita que los mismos empresarios que han sido capaces de extraer hasta la última gota de su obra a intérpretes ya fallecidos o afectados por graves enfermedades, tengan autoridad para plantearse cuestiones éticas cuando uno de sus protegidos se extralimita en su discurso antisistema. Pero se sabe que esas son las arbitrarias reglas de este juego y que ahora, con apenas un puñado de firmas acaparando todos los rubros vinculados a la producción, la distribución y la venta de contenidos sonoros, mucho menos cabe la posibilidad de que algo cambie en favor de quienes son los auténticos artífices del negocio.

Tan solo cuando la muerte de un ídolo (llámese Kurt Cobain, Amy Winehouse o cualquier otro) deja al desnudo la perversión de estos manejos, se hacen escuchar voces de condena que claman por esa libertad creativa que tantas veces entra en colisión con los intereses  económicos de los inversores. Maniatados por un esquema de trabajo que a esta altura no le otorga demasiada importancia a los valores artísticos ni a las causas perdidas, algunos astros internacionales se prestan a ser asesorados en su modo de presentarse en público, para desempeñar un rol que amenace con salirse de cauce, pero que frene antes de derrapar.

Al conocerse el deceso de la cantante irlandesa Sinéad O’Connor, fueron muchas las voces que denunciaron cómo su carrera ingresó en un cono de sombras tras un episodio que ofendió a la comunidad cristiana y cuánto sufrió ella por ese ostracismo al que la condenaron aquellos que no mucho antes la habían bendecido por llevar el tema “Nothing Compares 2U”, compuesto por Prince, a los puestos más altos de los charts de todo el planeta. Así es como se castiga al que se atreve a extralimitarse en su función de agitar la espuma pero sin salpicar a nadie.

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