Por Javier Boher
Argentina tiene un problema que debe resolver antes de discutir si quiere más o menos Estado, de modo que la decisión entre una y otra opción sea más transparente. Una pregunta de ese estilo debe estar impregnada, necesariamente, de una discusión sobre cuáles deberían ser las funciones de ese Estado, a quienes trataría de proteger y qué políticas concretas trataría de sostener.
La mayoría de las personas -entre las que me incluyo- cree que el Estado es el responsable de hacer algún tipo de redistribución de la riqueza, que solamente puede ser generada por privados movidos por el afán de lucro. Mientras el primer mundo logra esto con escuelas públicas y salud pública de calidad, seguridad, asfalto, iluminación, recolección de residuos, transporte público o cloacas, acá hay algunos que creen que redistribuir es incentivar artificialmente el consumo desviando recursos de un sector a otro de la sociedad. “Poner guita en lo’ bolsisho delajente”, diría un compañero de los que ordenó el paro de ayer.
En ese mismo combo de hacer mal uso del aparato estatal para comprar voluntades con políticas clientelares y demagógicas aparece otro rasgo característico, que es el de castigar a los ciudadanos que hacen las cosas bien para beneficiar a los que -no importa por qué motivo- van en contra de los intereses y necesidades de esos que terminan pagando toda la fiesta.
No se trata acá de pensar que el Estado debe hacer políticas a espaldas de los necesitados o en beneficio de los que pagan impuestos no generan riqueza, pero sí que en su función de árbitro debería zanjar las decisiones a partir de un modelo de sociedad en donde haya más de los segundos y menos de los primeros.
Hace unos días me contaron el caso de un club de fútbol de barrio que pidió permiso para construir un cuarto en un parque en el que se juntan a entrenar las divisiones inferiores. Ni siquiera es para guardar elementos, sino tan solo para que puedan dejar sus bolsos mientras entrenan, así no les roban las cosas. La respuesta de la municipalidad fue que no se puede, porque el parque es de todos y no se pueden apropiar de una parte.
Lo absurdo es que en el mismo predio hay una zona en la que una pareja armó un rancho para vivir, sin que nadie les diga nada. Algunos vecinos, incluido quien me contaba esto, habían denunciado a las autoridades porque se sienten inseguros de que haya alguien montando guardia frente a sus casas, mirando todo desde la comodidad de su tapera.
Cuando me explicaba la situación, la persona en cuestión lo hacía con una mezcla de vergüenza y culpa, como si estuviese mal pedir que no se te firme un asentamiento clandestino al frente de tu casa, en el mismo lugar en el que el Estado municipal consideró que no estaba bien que un club de barrio haga un cuarto, a pesar de promover valores y vida sana. Indudablemente que el Estado debe resolver la situación por la cual hay gente viviendo en la calle, pero en esa disyuntiva debería resolver en favor de los que tratan de mejorar el lugar en el que viven y firman lazos sociales a través de la actividad física. Es increíble que el Estado tenga que elegir entre dejar que la ocupación del espacio público la haga un privado en beneficio propio o un grupo de personas en beneficio de una comunidad mayor (dispuesta a trabajar para cuidar el espacio), y que lo haga perjudicando a los que lo sostienen con sus impuestos.
Eso es lo que hay que resolver antes de decidir si se quiere más o menos Estado, porque la pregunta en abstracto y desde la visión idealizada del mismo no nos deja ver estas situaciones en las que diariamente se atenta contra la misma supervivencia de la sociedad. Todo el resto de la discusión hay que dejarla para los que les gusta buscar votos antes que soluciones.