Caras y caretas cordobesas
La breve visita a la Penitenciaría del corresponsal de “Caras y Caretas” le alcanzaba para componer un relato de lo que veía, pero, sin duda, existían corrientes complejas debajo de las apariencias.
Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
Lugares de los que solo se quiere salir (Segunda parte)
La nota que dedicaba Caras y Caretas a la Cárcel Penitenciaria de Córdoba en 1912, ponía de algún modo en centro de todo lo bueno que podía percibir en una breve visita su corresponsal, a su director Antonio Amaya. Por supuesto, la historia, más lenta y más larga, mostraría luego que no todo estaba tan en paz ni la vida carcelaria se deslizaba sobre algodones. La especialista en el tema, Milena Luciano, analizó un motín que se produciría cuatro años y tres meses después de esta visita, en mayo de 1916. Esa sublevación de internos marcaría el fin de la gestión dirigida por Amaya, quien sin duda fue parte de las innovaciones que se llevaron a cabo en los primeros años del penal, y la investigadora atribuye los sucesos que llevaron a su destitución a disputas políticas locales entre conservadores y radicales, que se trasladaron al interior de la cárcel.
Entretanto, era 1912 y el corresponsal de Caras y Caretas, que firmaba como “E. F. H.”, daba su paseo por los diversos pasillos, casetas, salones, talleres del establecimiento, incluida una banda de música. En esto hace foco la segunda parte de este informe. La figura de Amaya vista por el cronista se ve imponente, su autoridad es como la de un padre. El visitante no ve lo que no tiene que ver, y su narración reenvía a opiniones y actitudes propias que, por momentos, filtra al informe una espectacularización de los internos, como cuando pide poder ver -bien de lejos- a los presos más “famosos”, es decir los más sanguinarios, a quienes, como en una visita al zoológico, hacen salir de sus celdas y dejarse fotografiar para Caras y Caretas.
Lo que sigue es el resto de lo publicado por el semanario y firmado por “E. F. H”:
“Los corredores estaban, a esa hora, solitarios. Sólo en el kiosco de vigilancia, colocado en el centro del edificio, nos empleados permanecían de guardia. Al llegar frente al kiosco, seguimos hacia la derecha para subir por una amplia escalera de mármol que nos condujo al piso alto, dirigiéndonos Amaya a la escuela de música, donde la banda ejecutaba a esa hora un trozo de Rigoletto.
Una buena banda, formada con delincuentes, de que el maestro se muestra orgulloso, porque así que se apercibió de nosotros, imprimió movimientos más acentuados a su batuta, que, dicho sea de paso, es la más larga que he visto esgrimir.
Seguimos. Más adelante está la escuela, con sus pupitres y sus bancos, sin diferenciarse en nada de los comunes para niños. Allí, los presidiarios vuelven a la infancia, como si para regenerarlos fuera necesario hacerles ver que su vida empieza de nuevo. Después, volvimos sobre nuestros pasos y nos internamos por los talleres, empezando por uno de los presos, se movía activamente cortando en trozos iguales los manojos de paja, que tomaba otro, para anudarlos y coserlos. Amaya tomó una de las escobas, contó los hilos y ordenó que en lo sucesivo se le atara uno más. Pregunté si tenían venta fácil del artículo y se me informó que vendían todo lo que alcanzaban a producir.
Y pasamos de un taller a otro, de la escobería a la fábrica de alpargatas, de allí a la carpintería, a la fotografía, a cargo de un joven de buena familia que, en un tropiezo de su vida, hirió mortalmente, en duelo criollo, frente a frente, sin ánimo de matar, por una cuestión de cosas que se saben dónde empiezan y nunca donde concluyen y para quien se espera obtener un indulto en breve. Lo que más poderosamente llamó nuestra atención y donde nos detuvimos más, fue en el taller de herrería. Parece imposible que se pueda fiar a hombres de antecedentes tan desfavorables, elementos de trabajo tan peligrosos como los que requiere ese género de talleres.
Y es curioso ver cómo el director Amaya se pasea entre sus presos serenamente, sin armas, sin inmutarse, dirigiendo una que otra pregunta a los presos, hablándoles amablemente.
— ¿Y no hay peligro? — le pregunté.
— Ya lo ve — me replicó sonriendo. — Es todo cuestión de disciplina. Tienen sus compensaciones. El uso de ciertos útiles lo consiguen por grados do conducta.
Si se portan bien, tienen derecho a muchas cosas de que se les priva si se portan mal. Después,
es un castigo atroz el que no se les permita venir al taller. Se acostumbran de tal modo al trabajo, que les resulta abrumador el día de encierro que suele imponérseles como castigo.
Pasamos al museo en formación, que es de lo más curioso que pueda imaginarse. Todo está
debidamente catalogado y basta una rápida visita para comprender hasta dónde va el ingenio de los infelices sometidos a encierros que a veces amenazan no terminar nunca. Allí hay juegos completos de naipes, hechos a pluma o lápiz, sobre figuras de cajas de fósforo, mesas a las que se les ha dotado de un escondite secreto fabricadas sabe Dios en cuántas horas, para esconder un dado hecho de miga de pan, un cuchillo de lata, una lima inconcebible.
Allí está todo con su clasificación especial.
Pedimos ver, aisladamente, a algunos de los presos por causas célebres en Córdoba. Vino el decano de los presos, Bruno Barrionuevo, ex juez de paz y persona de cierta posición, que paga una tentativa de usurpación de herencia, que lo indujo a envenenar una familia. Lleva diez y seis años en la cárcel. Su cabeza blanca y su bigote lacio (los presos que observan dos años de buena conducta pueden usar el bigote) también enteramente blanco, le dan un aspecto casi venerable, a pesar de la blusa infamante. Habló poco con nosotros. Le faltan nueve años de condena; pero, en razón de su conducta, es posible lo sea perdonada una tercera parte de la pena.
Don Bruno, como le dicen allí, es popular y querido entre sus compañeros de infortunio. Después vimos a otros, desfilando ante nosotros toda una serie de ejemplares curiosos.
—E. F. H.”
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