Una compatibilidad generalizada
A pocos días del inicio de los festivales de Villa María y Cosquín Rock, y luego de que en enero se congregasen miles de personas en las lunas coscoínas y Jesús María, la convergencia de géneros se hace patente en la lista de nombres convocados, donde se aprecian coincidencias ineludibles.
J.C. Maraddón
Quizás más por imposición de la entonces naciente industria discográfica que por otra cosa, alguna vez se planificó la división de la música en géneros, como categorías estancas con las que la gente podía identificarse y, de ese modo, mostrarse proclive a consumir las canciones de los artistas que adherían a ese estilo. Y aunque hubiera intérpretes que no hiciesen fácil esa catalogación, siempre había periodistas dispuestos a lograr que esos indómitos encajaran en algún compartimento ya existente o, como mucho, dieran lugar a la inauguración de un nuevo rótulo, algo que se hizo imprescindible a partir de las décadas del cincuenta y sesenta.
En la Córdoba de mediados del siglo veinte, los bailes dejaban muy bien sentada una partición que separaba las corrientes sonoras en dos direcciones: por un lado, las orquestas típicas, que se aplicaban a los compases tangueros como combustible para la danza; y por otro, los conjuntos característicos, que tanto podían abarcar un repertorio de ritmos europeos (desde la polca hasta el pasodoble y la tarantela), como incursionar en sonidos caribeños y en una incipiente fusión cuartetera. La utilización de música grabada para bailar, que dio origen a los night clubs y luego a las discotecas, alteró ese esquema que se había mantenido por un par de décadas.
Pero también hubo en esa época un fenómeno que sacudió el panorama musical argentino, cuando el folklore atravesó un proceso de estilización que se canalizó primero a través de grupos vocales como Los Fronterizos y Los Chalchaleros, para decantar después en el llamado Nuevo Cancionero, que situó a esas expresiones nativas en un grado descollante de calidad y popularidad. Es ese el preciso momento en que florecen los festivales como el de Cosquín o el de Jesús María, donde los folkloristas tenían la oportunidad de lucirse ante un público ávido de escucharlos.
Tal vez para no dejarse arrastrar por la renovación cultural que se vivía en esos años, el tango también supo encontrar su cita festivalera, que tuvo como epicentro la ciudad de La Falda. Y en esa misma senda se anotó la comunidad rockera, que entre las décadas del sesenta y setenta halló en dos escenarios antes copados por otros géneros, la Plaza próspero Molina de Cosquín y el Anfiteatro Municipal de la Falda, su propio vértice, que al cobrar mayor expansión como movimiento tras la vuelta de la democracia, debió mudarse a un predio con mayores comodidades como el actual estadio Kempes.
Muchas cosas han pasado desde que se sucedieron esos avatares y, si bien ya entrado el siglo veintiuno todavía se seguían manteniendo aquellas costumbres, de a poco los límites estilísticos se fueron flexibilizando. En parte, esto sucedió porque algunos de los propios músicos insistían en mixturar todo hasta volverse inclasificables. Pero también se verificó una estrategia por parte de los organizadores de los grandes eventos, que advirtieron la necesidad de abrir su grilla a la heterodoxia, para de ese modo ampliar su mercado potencial y lograr que distintas generaciones asistan y convivan en los festivales.
A pocos días del inicio de encuentros multitudinarios como los de Villa María y el Cosquín Rock, y luego de que en enero se congregasen miles de personas en las lunas coscoínas y en las noches de color y coraje de Jesús María, esa convergencia de géneros se hace patente en la lista de nombres convocados, en la que se aprecian coincidencias ineludibles. Cada vez se hace más difícil encapsular como de rock, de folklore o de lo que sea a estas propuestas que reflejan un presente en el que nada parece prevalecer y todo se amolda a una compatibilidad generalizada.
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