El capricho de equiparar
A partir del éxito del flamante álbum de Taylor Swift, cabe preguntarse si es pertinente cotejar la cantidad de temas que en estos días un músico sitúa en el Top 10 o el tiempo que sus canciones permanecen allí, con lo que sucedía antes con otros artistas que obtenían gran suceso.
J.C. Maraddón
Muchas cosas han ocurrido en la industria musical desde que en 1936 la revista Billboard empezó a publicar sus primeros rankings de ventas de discos, enfocándose en este tipo de negocios por encima de las otras ramas del entretenimiento y de la actualidad a las que hasta ese momento también les había dado cobertura. Esas listas de éxitos reflejaban tanto el interés de las discográficas por saber cómo estaban funcionando los productos que elaboraban, como la curiosidad de los fanáticos por conocer qué tan bien les estaba yendo a los artistas y a las canciones de su preferencia en el mercado.
Se trataba en ese entonces de los registros acerca de cuántas unidades físicas se vendían, cifras que podían ser consultadas a partir de lo que informaban las disquerías y de los reportes de las compañías distribuidoras en su permanente tarea de satisfacer la demanda de los compradores. Esa área de la economía se encontraba todavía en una fase de consolidación, que se iba a redondear entre los años cincuenta y sesenta, con la incorporación de los adolescentes al circuito de consumo y la consecuente aparición del rocanrol como un género popular capaz de capturar el gusto juvenil y de multiplicar la escala de ventas.
Por supuesto, los charts de Billboard dejaron de ser los únicos y el método de contabilizar el volumen comercializado por cada intérprete tuvo distintos ejecutores que a su vez empleaban diversas variables. A los datos que provenían de las operaciones realizadas en los mostradores de las tiendas comenzaron a sumarse los que tenían en cuenta otros factores. Y además se diseñaron categorías diversas, que discriminaban por género a los artistas, de modo más o menos arbitrario según el caso. Y se diferenció las listas de singles de las de álbumes, cuando este último formato creció en cantidad y calidad.
Pero, como en muchos otros rubros, el salto a lo virtual ha sido el hecho desequilibrante en ese esquema que venía funcionando desde principios del siglo pasado, porque al volverse masivo el uso del streaming en desmedro del objeto físico, ya no se puede hablar estrictamente de “ventas” sino de “reproducciones”. Y allí entran a tallar tanto los usuarios que abonan un canon para utilizar el servicio como aquellos que no están obligados a pagar pero sí a escuchar las publicidades que introducen las plataformas, entre las cuales es Spotify la que más se ha expandido en ese sector.
Por eso, cabe preguntarse si es pertinente cotejar la cantidad de temas que en estos días un músico sitúa en el Top 10 o el tiempo que sus canciones permanecen allí, con lo que sucedía sesenta años atrás con otros artistas que obtenían gran suceso. Y en eso, que Taylor Swift haya ocupado los 14 primeros puestos del Hot 100 de Billboard con los tracks de “The Tortured Poets Department”, su flamante álbum doble, quizás no representa una hazaña comparable con las de colegas suyos que vivieron su etapa de gloria en la época en que ni siquiera existía internet.
Sin menospreciar en absoluto la capacidad de la cantante estadounidense de producir fenómenos comerciales que casi no tienen precedentes, quizás tampoco resulte muy adecuado equiparar los récords establecidos por los Beatles con esos números que hablan de 700 mil vinilos vendidos por Taylor Swift en apenas una semana. Las condiciones en que se desarrollaban las actividades discográficas durante la Beatlemanía son tan diferentes a las actuales, que proclamar alguna simetría podría tornarse caprichoso, más allá de la necesidad que manifiestan los departamentos de marketing por parangonar a unos con otros en beneficio de la estrella que pretenden promocionar.
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