Otra vez el mismo circo
Cómo cada vez que le molesta algo, el kirchnerismo apostó por el caos y la desestabilización. Diploma de cultura política inviable.
Por Javier Boher
Primer acto: se acerca el día de la sesión que podría llegar a convertir en ley un proyecto que no le gusta a cierto partido político referenciado en cierto general y deciden convocar a marchar en contra.
Segundo acto: ese mismo partido -que está en la oposición- moviliza a la gente a las inmediaciones del Congreso.
Tercer acto: los miembros de la otra cámara salen a acompañar a los manifestantes. “Somos diputados de la nación”, les dicen a los policías que quieren despejar la calle, todo bien registrado por las cámaras. Los llenan de gas pimienta.
Cuarto acto: un miembro de ese partido por la justicia social pide un cuarto intermedio para ir a ver qué pasó con los compañeros reprimidos.
Quinto acto: recrudece la protesta. Hay más piedras, más palos y más violencia. Queman autos y se comportan como salvajes. La policía endurece la represión. Los opositores dicen que son servicios o infiltrados con los que quieren justificar la represión. Twitter se llena de supuestos testimonios de gente que vio cómo llegaban a pudrirla. Los oficialistas dicen que es la izquierda.
Sexto acto: la ley se aprueba (o no), se pacifica la calle, los senadores se suben el sueldo, el oficialismo sufre críticas por haber reprimido (o por no haberlo hecho con tantas ganas) y la oposición sigue arreglando por atrás algún beneficio para los suyos. La gente sigue pagando impuestos mientras las prestaciones básicas que debe proveer el estado se siguen deteriorando. Se vive cada vez peor.
El ciclo es lo que se ve siempre. Cada vez que al peronismo no le gusta algo, “el pueblo” sale a la calle a tratar de frenar la aprobación de una ley. Al revés no pasa nunca. Nunca hay infiltrados ni violencia, pero sí lloran por un par de bolsas negras que simbolizan los muertos por el covid. Hablan de barbarie y dictadura, pero festejan que den vuelta el auto con el que trabaja un periodista y que lo prendan fuego. La derecha neoliberal cipaya tiene que entender que el pueblo unido jamás será vencido.
Estos son los momentos en los que uno quiere ir a la mesa de luz a ver si el pasaporte está vencido o si se lo puede llegar a usar para irse a otro lado. La economía está parada, no se crea trabajo decente, privado y en blanco hace una década, la salud y la educación pública son una desgracia y los políticos están en un cumpleañitos comiendo puflitos porque todos los meses tienen un sueldo que no les cuesta tanto esfuerzo. Mientras un guardia de seguridad pedalea 40 minutos para llegar a cubrir un turno de 12 horas por el que cobra 250 lucas precarizado con un monotributo, ellos se dan el lujo de pedir por los que son tirapiedras profesionales.
Es desesperante y desolador.
El país necesita reformas estructurales cada vez más grandes, las que parecen alejarse con cada oportunidad en que se escucha hablar a diputados y senadores que viven en el fantástico mundo de los recursos infinitos en el que la plata alcanza para todo.
La clase dirigente no registra cuál es la demanda real de la población. Ya no hay extorsión moral posible, no hay escenificación que pueda conmover a grandes masas de desposeídos que se sienten estafados por los que prometieron mucho e hicieron poco. Al tipo que trabaja por un sueldo de $350.000 o que hace empanadas para vender y llegar a fin de mes no le importa si los policías le llenan los ojos de gas pimienta a un diputado o un senador que gana millones o si le parten la cabeza a un tipo que está con palos, piedras o tirando molotovs contra los que tratan de mantener el orden.
El progresismo agotó todas las cartas y solo conmueve a los que le creen. El resto quiere un cambio profundo y radical de régimen económico, quiere algo distinto. Si el intento de frenar el cambio viene de parte de los que construyeron el orden anterior, con más razón van a encontrar una fuerte reacción.
El escenario es muy distinto respecto al del año pasado, pero lo que empieza a flotar otra vez en el aire es la incertidumbre. La esperanza de que puede haber una Argentina mejor se empieza a desvanecer y en su lugar empieza a crecer esa sensación de que no se sabe hacia dónde nos dirigimos. El problema es que tampoco hay una vía de escape si esto falla, porque no hay nadie que más o menos pueda juntar algo de apoyo transversal como para tratar de enderezar las cosas si esto no funciona.
Nadie puede soportar vivir en un país en el que la crispación es lo normal, donde la oposición violenta al cambio sea bien vista o fomentada por los dirigentes y donde el bloqueo parlamentario se use más allá de los intentos de forzar negociaciones, abonando la idea de que quizás hay que pensar en otro gobierno. La única certeza que parece haber es que no importa lo profundo de los cambios electorales, el cambio social no va a ocurrir jamás.
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