Caras y caretas cordobesas
Se completa aquí una transcripción parcial de los recuerdos que le dedicó a su Prefecto de estudios y maestro el riojano Joaquín V. González, en 1920 en “Caras y Caretas”, a la muerte de Javier Lazcano Colodrero.
Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
Javier Lazcano Colodrero, al maestro con cariño (Segunda parte)
La intelectualidad de Córdoba y especialmente sus jóvenes exponentes, en particular los que habían asistido al Colegio Monserrat –donde la figura de Javier Lazcano Colodrero fue muy respetada a lo largo de su trayecto como Prefecto de Estudios, luego como profesor, como vicerrector y por fin como rector–, manifestaban reconocimiento al hombre de levita y gafas a lo Quevedo.
Leopoldo Lugones le pidió un prólogo para su primer libro en 1894, que se titulaba Primera Lira, con clara definición inaugural del autor sobre su joven producción poética. Como lo ha desarrollado Efraín Bischoff en Lugones, un cordobés rebelde (2006), el prólogo de Lazcano Colodrero no fue conocido como tal, ya que el libro no se publicó, pero se pudo leer ese mismo año como artículo en el diario La Prensa de Buenos Aires, con el título Poesías de Leopoldo Lugones. El autor, con prudencia, se cuidaba de desalentar y a la vez de laurear demasiado temprano al joven literato. Otro aspecto referido a la proximidad de Lugones y a Lazcano Colodrero, según destaca Bischoff, fue la influencia del maestro en el joven alumno en lo referido a la masonería. Lazcano era masón y Lugones lo sería más tarde. Cita Bischoff unas líneas del periódico cordobés La Carcajada, donde su director, Armengol Tecera (también masón), bromea con la publicación de unos versos de Lazcano, diciendo: “El Hermano Lazcano Colodrero ha principiado a pulsar la lira lo que desde luego nos parece bien. Lo único que le recomendamos es que se provea de cuerdas romanas para que no se le desafine”.
Se está posponiendo demasiado la continuidad de la transcripción del panegírico escrito por Joaquín V. González, al fallecer Javier Lazcano Colodrero. Retomamos aquí una selección de párrafos, hasta el fin de la página. El punto de vista es, siempre, el del autor riojano.
“No tardó un inspector riojano en llamar su atención sobre mí, en llevarme al ángulo sombrío del claustro, donde tenía «Don Javier» su habitación, y en hacerme entrar en más frecuente trato con él. Descubrí entonces que era poeta; y a mí, que desde mi escuela de la Villa Argentina, de La Rioja, ya me había picado ese insecto venenoso, me interesé doblemente, por que vi en él un confidente tolerante de alguna posible tropelía poética, que yo tuviera in mente contra la más inofensiva de las nueve musas.
(…)
¡Ah, y qué libros bonitos tenía, y qué raros, y con qué avidez los miraba yo, como si hubiera de entenderlos! La razón más substancial de mi grande apego por el Prefecto, fue la llana y segura confianza con que me dejaba hurgar la biblioteca y pasar largos ratos leyendo en su cuarto, sin incomodarse, e invitándome su café cuidadito y oloroso, cuando coincidía con mis visitas.
Un día le di una gran sorpresa, que se convirtió en sorpresa mía; porque le llevé un romance asonantado sobre no sé qué asunto, sin duda imitado de Zorrilla; y al leer los primeros renglones, soltó una carcajada tan abierta y espontánea, que no me pareció ofensiva. ¿Qué había sucedido? Pues que yo, en vez de rimar los versos pares, había rimado los impares, y así cada final resultaba como un pistoletazo; y la primera lección que recibí en este arte de rimar se la debo a él. Pero ¿cómo yo no me había fijado en esto durante mis lecturas de tanta poesía? Vaya uno a saberlo. Ya me veo a algún psicólogo de hoy deduciendo que yo no he nacido para poeta: y tendrá razón de sobra.
(…)
Y bien; muchos años más anduvimos juntos por los caminos de ese mundo de los estudios. Yo pasé a la universidad; él ascendía su jerarquía y en cultura; y venciendo una timidez, que era delicadeza y cuidado de la corrección, publicaba poco de lo que escribía; y alguna vez lo hizo a mis instancias. Tenía bellas y sentidas páginas de prosa y verso; y conquistó una justa fama de literato fino y de juicioso pensador. Los periódicos juveniles de aquella época vibrante, en los cuales tuve siempre una culpa. no salían sin una primicia de mi maestro, que yo me encargaba de obtener.
Ya ven mis lectores lo que a mí me pasa. Cerca de cuarenta años hace que yo salí de esas queridas moradas, y de la tutela de mi Prefecto de estudios; y mi emoción es tan intensa y tan grata al recordarlos, que me parece vivirlos de nuevo. Y pienso y pregunto: Cuándo se convencerán los educadores y pedagogos modernos, de que vale más un hálito de emoción, que volúmenes de discursos y lecciones dogmáticas; los cuales resuenan como rezos de ritual, mecánicos y huecos, sin penetrar en la corriente invisible y cálida del sentimiento, que hace el milagro de ponerla en contacto con todas las verdades que salen de la inteligencia calentada por el corazón, como el perfume encerrado en viejo frasco de cristal.
Javier Lazcano y Colodrero ha sido, durante su vida de acción intelectual y política, un exponente de ese tipo de educación, tan propio e inconfundible de la noble y venerable ciudad universitaria; en cuyas calles modernas, y en cuyos salones novísimos, del abolengo o de la cultura, parece circular un cierto perfume ancestral, como si allí se concentrase toda esa unción de antigüedad, desaparecida o desconocida de las demás ciudades de la República.
(…)
Yo no acostumbro ponerme triste cuando se van para siempre los hombres buenos que han recorrido su camino y han realizado su fatiga fecunda. El mayor bien deseado a un amigo es el reposo, y es también el mejor premio al obrero de la fábrica o del surco, cuando han hecho su jornada. Como no creo en la muerte absoluta y, por el contrario, sé que existen hilos invisibles y lenguajes luminosos o musicales, por los que nos comunicamos con los que se han ido amándonos, yo no les digo nunca adiós para siempre.
Dichosos los que han partido primero. Felices también los que estamos aguardando la hora de tomar nuestro hatillo de viaje para ir a reunimos con ellos. Los únicos desgraciados son los que nada ven ni esperan ver más allá del horizonte que miran sus ojos”.
Joaquín V. González
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