Cuatro años después

Se cumple un nuevo aniversario de la pandemia que nos cambió la vida

Nacional 21 de marzo de 2024 Javier Boher Javier Boher
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Por Javier Boher
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Hacía un tiempo que venía siguiendo las noticias de lo que pasaba en el mundo, pero cuando llegó a Europa la cosa empezó a parecer más real. Había un virus nuevo que estaba dando vueltas y que parecía ser más letal que otros similares. Tener conocidos en Italia o en España nos hacía llegar relatos de primera mano sobre controles a la circulación de personas y la suspensión de todo tipo de actividades.
El 2 de marzo arrancamos las clases. "Profe, ¿qué opina del virus chino? Parece que van a cerrar las escuelas", fue una de las preguntas que me hizo el grupo de cuarto año. No me voy a olvidar nunca de mi respuesta, porque es una muestra de que todas nuestras certezas -y todos los acuerdos en los que creemos se asienta la sociedad- alguna vez van a ser desafiados. Les dije que estaban locos si creían que iban a cerrar las escuelas por un virus respiratorio, que con la gripe A y la gripe aviar estuvieron abiertas y que nunca en mi vida me había tocado que decidieran dejarnos sin clases.
El domingo 15 nos avisaron que se suspendían las clases presenciales. Escuela privada, nos convocaron a filmar videos para los quince días que íbamos a estar en casa. Todos cumplimos, nos presentamos el lunes 16 y dejamos algo de tarea para un año que apenas estaba empezando. No era mucho lo que se podía hacer, más que sacar cuentas sobre cómo íbamos a recuperar esas dos semanas perdidas cuando nos tocará volver.
El martes 17 por la mañana acompañé a mi tía -de 78 y con algunas dificultades para caminar por una operación reciente- a hacer las compras en ese horario que habían reservado para gente mayor. Ya estaban todas las rayas pintadas en el suelo, algunas de las cuales siguen allí hasta hoy, como un registro silencioso de lo que nos tocó vivir.
2015 había sido mi último año como jugador de rugby. Pronto a cumplir los 34 me sentía bastante bien como para volver, así que armé el bolso y me fui al club. Llegamos y estaba el grupo sentado bajo la luz de un reflector. Los entrenadores estaban anunciando que se suspendían todas las actividades hasta que hubiese precisiones. Nos saludamos con todos, con abrazos incluídos, sin saber que durante mucho tiempo iba a ser un gesto prohibido. 
Como nos quedamos con ganas de jugar, algunos decidimos correr algunas vueltas alrededor de la cancha, charlando sobre bueyes perdidos. Yo, docente y periodista, les comentaba mis impresiones. Viendo cómo venía la mano, a esta altura ya estaba seguro de que se venía una cuarentena, medida que ya se estaba implementando en el mundo. Mis dos compañeros de trote son empresarios. Uno de ellos, gastronómico, decía que ya había mandado a hacer una lista de los empleados consignando tipo de contratación y antigüedad, por las dudas la cosa se empezará a complicar. El otro, del rubro salud, comentaba que ya se estaban moviendo con fuerza algunos productos que se sabía que iban a ser fundamentales.
El miércoles 18 le dije a mi señora que nos iban a encerrar y que era una locura quedarnos encerrados en una casa con tres nenes chiquitos. "Vayamos al campo y aprovechemos que están lindos los días", fue mi sugerencia, pensando que se venía un encierro de dos semanas y sabiendo que el otoño es la estación más linda para Córdoba. Se sumaron mi mamá y mis sobrinas. 
El jueves 19 fue un día hermoso, con un sol radiante y un cielo despejado que te limpian los pulmones sólo de verlos. Mi papá y mi hermano se pusieron a ver cómo acomodaban las cosas en el trabajo, sospechando que algo podía pasar. Esa noche el presidente comunicó su decisión por cadena nacional. A partir del 20 se iba a limitar la circulación de personas y se iba a imponer un aislamiento social preventivo y obligatorio. Mi hermana no sabía qué hacer con mis sobrinas, si buscarlas o dejarlas. Finalmente llegó por ellas pasadas las 12 de la noche. No las íbamos a volver a ver sino hasta finales de junio. Mi papá se aventuró a llegar el viernes 20, con éxito.
Dos semanas después el presidente volvía a extender la cuarentena. Todavía me acuerdo de mi papá pegado a la radio, escuchando el discurso, con la voz quebrada y los ojos llorosos, incrédulo por que nos siguieran encerrando. Después fueron más y más renovaciones. 
De a poco nos fuimos soltando: alguna urgencia médica, una necesaria juntada con amigos, un paseo por algún rincón alejado en las sierras, caminos alternativos para sortear controles carentes de legalidad y el impulso humano por vivir su libertad.
Con el tiempo se sumaron excesos de las policías, que abusaron por completo de su poder, dejando de lado su humanidad. Vimos a gente festejar que el presidente hostigó a un surfer que quería volver a su casa a cumplir con la cuarentena, a la policía de CABA montando un operativo contra una señora mayor que salió a tomar sol, negocios que cerraban, gente que se quedaba sin trabajo, políticos jugando a que eran importantes y sesionaban por zoom, para verlos con filtros que simulaban su presencia, cepillándose los dientes, dando entrevistas a la televisión o chupando la teta de una amante. Vimos a la segunda del ministerio de salud cantando con una payasa en la conferencia y la vimos sugiriendo cibersexo. Los vimos vacunarse antes. Después vimos que habían festejado el cumpleaños de la primera dama en plena cuarentena estricta, mientras ese antro de Telam insistía con el "zoompleaños" de Fabiola.
Vimos depresión, tristeza, soledad. Algunos perdieron seres queridos y no pudieron acompañarlos durante la enfermedad y el tratamiento; otros apenas pudieron pasarle la mano por encima a un cajón que envolvía a alguien que no veían hace meses. Todos vivimos cosas que nos afectaron y nos cambiaron. Entendimos que los políticos tienen una doble vara asombrosa, lo que hizo que el concepto de Casta madure en la gente y se macere en la bronca acumulada. 
Por suerte vimos gente que se quejó y defendió sus derechos. Vimos a otros que se rebelaron contra la opresión de un Estado que estaba cómodo con la gente quieta. Vimos el hartazgo y el cansancio de una sociedad maltratada por sus dirigentes.
Hace un tiempo metí la mano en un polar y saqué un barbijo viejo. Mi hija más chica me preguntó qué era eso. Qué afortunada que es: yo no me puedo olvidar de la cuarentena humillante que nos hicieron vivir.

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