Caras y caretas cordobesas

El pintor Emilio Caraffa obtuvo el apoyo y la protección de familias de la clase superior cordobesa, donde logró insertarse en pleno derecho al contraer matrimonio con una hija de la prominente rama de los Garzón.

Cultura 19 de junio de 2024 Víctor Ramés Víctor Ramés
Varias ilustraciones Caraffa - Caras y Caretas
Algunas imágenes tomadas de diversas ediciones de "Caras y Caretas".

Por Víctor Ramés

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Las damas veneraban a Caraffa (Tercera parte)

Emilio Caraffa debió desplegar ciertas operaciones estratégicas a la hora de lograr su inserción en la sociedad cordobesa de fines del siglo diecinueve. Este pintor nacido en Catamarca provenía de una familia de inmigrantes italianos en la cual era el cuarto de catorce hijos. Caraffa estudió con buenos maestros en la Argentina hasta que se le concedió una beca nacional que le permitió perfeccionarse en Italia y España durante seis años. Ese período de formación lo puso en condiciones de disputar un lugar entre los grandes pintores argentinos. De regreso de Europa, este hombre treintón debió abrirse paso en la docta ciudad donde se instaló en 1891 y abrió una academia particular de pintura a cuyas clases asistían, en un lugar destacado, un buen número de alumnas. Este hombre de mundo, dueño de pinceladas maravillosas, a quien sus discípulas veneraban, sumó a su figura el aura del magisterio. Caraffa supo aprovechar el lugar ganado en el corazón de las familias más encumbradas de Córdoba y obtener vías de acercamiento a las personas que tomaban decisiones. 

Su inclinación a tejer buenas relaciones con las damas de la sociedad de Córdoba se ve reflejada en ocasión de una kermesse cordobesa de 1892, a cuyo llamado respondían tres artistas plásticos de prestigio, comprometiendo sus obras para una exposición. La Comisión organizadora de la kermesse a beneficio del Asilo Maternal creado en 1888, era dirigida por la presidenta del mismo, María Ghizetti de Garzón Maceda, quien solicitó apoyo a los pintores de Córdoba Emilio Caraffa, Genaro Pérez y Andrés Piñero.
A los tres se les solicitó “proporcionar algunos de sus cuadros para la exposición de Bellas Artes, que constituirá una de tantas reparticiones de aquella fiesta, y sin duda la más interesante de todas”, según refiere el diario El Porvenir. Para el reportero del diario, con la respuesta favorable de los artistas se podía considerar “asegurado, o poco menos, el éxito de la exposición proyectada y preparada con tanto acierto”.
Así respondía, breve y conciso Emilio Caraffa:
“Distinguidas señoras de la Asociación de Caridad Asilo Maternal, María G. de Garzón Maceda, Pta. – Eugenia D. de García Montaño, Stria. – Aunque ya me hallaba comprometido con el Sr. Bobone para exponer unos cuadros en su acreditada casa, me es muy grato enviarlos a esa fiesta si es que verdaderamente pueden contribuir a dar mayor esplendor a ella y provecho en favor de ese noble Asilo. 
Me pongo a la disposición de Vds. S. S. – Emilio A. Caraffa.”

Si en 1885 había podido el artista viajar a Europa gracias a una beca otorgada por Eduardo Wilde, ministro de Roca, como lo señaló el biógrafo de Caraffa, Tomás Ezequiel Bondone, se sabe por el mismo autor -ya citado respecto a la intercesión de una alumna del pintor, cuñada del entonces gobernador de Córdoba José Figueroa Alcorta- que Caraffa pudo acceder al mandatario y lograr que su academia se convirtiese en una institución oficial en 1896. El significativo apellido Garzón se haría más próximo en los primeros años del siglo veinte, permitiéndole a Caraffa un nuevo y definitorio paso en su legitimación social. La antigua estrategia de la unión matrimonial habilitó al maestro, que contaba entonces cuarenta y dos años, a incorporarse al seno de esa familia que tenía en Córdoba dos ramas de su linaje provenientes de Pontevedra, al desposar a una descendiente de la segunda rama de los Garzón, naturales de Marín, que prosperaban en Córdoba desde los años veinte del siglo diecinueve. La boda entre Emilio Caraffa Valdez y María Luisa del Corazón de Jesús Garzón Moreno, se celebró en la Catedral el 23 de abril de 1904, según datos tomados del sitio genealogiafamiliar.net. La joven, de treinta años, era hija de Tomás Garzón Duarte y Esther Moreno, por lo tanto, hermana de Félix T. Garzón, que sería ministro y luego gobernador de Córdoba entre 1910 y 1913. Y también sobrina de Eleázar Garzón, gobernador y vicegobernador de Córdoba a la caída del juarismo, entre 1890 y 1893.

Como dato curioso, se puede destacar que el también consagrado pintor Andrés Piñero era, por parte de madre, miembro de la primera rama de la familia Garzón. Emilio Caraffa fue bien acogido por la sociedad cordobesa, en la que sus capitales artísticos y sociales le habilitaron una legitimación completa. Como ya se dijo, en 1904 fue el único pintor del interior entre los argentinos que obtuvieron medallas en la Exposición de St. Louis, y su prestigio en el plano nacional estaba garantizado. En esos bien dirigidos movimientos, la presencia femenina fue parte importante de la protección que le depararon las familias de la alta burguesía y la aristocracia cordobesa. Esto se reflejaba en las demostraciones de las que fue objeto por parte de sus alumnas y damas de la sociedad local, tal como recogía el semanario Caras y Caretas por esos años. Aquellas jóvenes estudiantes becadas en 1896 y muchas otras que participaron destacadamente en la primera exposición cordobesa ese mismo año, encontraban a su vez en el maestro un reconocimiento artístico que la propia sociedad patriarcal les negaba, ya que el estudio de la pintura, como el de la música, no iba más allá de las dotes culturales que se consideraban adecuadas a las mujeres. 

En octubre de 1897, en ocasión de la segunda exposición de pintura en El Ateneo, la joven escritora y periodista Rosario Echenique dirigía “Una advertencia a las señoritas expositoras del Ateneo” en el diario La Libertad:
“La Exposición de Pintura recientemente abierta al público constatando una vez más los adelantos artísticos de nuestra doctísima Córdoba, es un campo abierto a incalculables divergencias que no deja de conmover y agitar a nuestro sexo como copartícipe de la gran cruzada.”
E instaba a las expositoras a que no se dejasen “aniquilar en su germen” por la crítica, que desorientaba “el gusto artístico, en vez de estimularle a su perfección”. 

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