A tiempo para cambiar de opinión

J.C. Maraddón

Cuando el rock aterrizó en el planeta, se autoproclamó como la novedad más trascendente y sostuvo esa postura todo lo que pudo, a contramano de los que creían que se trataba de una moda pasajera que muy pronto daría paso a la siguiente y caería en el olvido. Pero aquel género musical iba a presentar batalla contra esos designios y, a lo largo del tiempo, fue cooptando a los que se le plantaban en frente, asimilándolos a su propia galaxia. Y entonces ocurrió que aquella revolución rockera siguió reclamándose joven, a pesar de que el paso de los años la fue volviendo cada vez más conservadora.

Pero a medida que envejecían sus referentes, se hizo muy complicado mantener la frescura original y fueron apareciendo resistencias a la renovación, cuando el secreto del éxito del rocanrol había sido precisamente su habilidad para regenerarse de manera permanente. A eso se le sumaron sucesivas oleadas de nostalgia, que opacaron la tarea de los que experimentaban hacia adelante y retrotrajeron la historia a etapas más felices, en las que el movimiento gozaba de su apogeo e imaginaba un futuro de amplias perspectivas cuyos límites se expandían hacia fronteras nunca antes exploradas por la música.

Ya no debería sorprender a nadie, entonces, que de vez en cuando afloren declaraciones de veteranos del rock que disparan sus críticas hacia representantes de las generaciones más jóvenes, hacia los actuales paradigmas de la sociedad o hacia las tecnologías innovadoras que también se inmiscuyen en el mercado sonoro. De hecho, hace poco desde esta columna aludimos a las opiniones de algunos rockeros argentinos que cuarenta años atrás habían encabezado los embates contraculturales y que ahora se mostraban cercanos a posturas recalcitrantes, con la consecuente desorientación que esta actitud siembra entre quienes venían atendiendo a sus carreras desde sus inicios.

Entre los muchos que hicieron oír sus reparos con respecto al uso de la inteligencia artificial en la música, se destaca el australiano Nick Cave, quien ha cimentado su trayectoria desde un perfil alternativo que lo instaló en la consideración de su público como un artista de culto. “El apocalipsis ya está aquí”, reflexionó el cantautor cuando un fan le acercó una canción elaborada por el Chat GPT según la consigna de que crease un tema “al estilo de Nick Cave”. Se incorporaba de ese modo a la tribu de la elite rockera que renegaba de cierta evolución a la que sospechaba peligrosa.

Por eso quedaron sin palabras los que vieron esta semana el flamante video de “Tupelo”, un viejo tema que Nick Cave publicó en 1993 y que ha sido reflotado a través de una producción audiovisual bajo la dirección de Andrew Dominik, un cineasta neozelandés cuyo más reciente estreno ha sido el documental “Bono: Stories of Surrender”.  Ya que “Tupelo” rinde tributo a Elvis Presley, Dominik aprovecha la IA para animar fotografías del rey del rocanrol y para hacerlo levitar en medio de un tornado, componiendo escenas por demás emotivas que encajan a la perfección con la pieza original.

Luego de apreciar el resultado de este trabajo, Nick Cave admitió que había cambiado su perspectiva sobre esta extraordinaria herramienta. Al describir el videoclip como “una versión emotiva y completamente original de ‘Tupelo’, rica en mitos y un conmovedor homenaje al gran Elvis Presley, así como a la propia canción”, el músico parece recuperar el espíritu de apertura mental que supo caracterizar a la epopeya rockera. Una utopía librepensadora que ya ha sido apropiada por la economía de mercado, pero que persiste en la búsqueda de aquellos ideales juveniles, por más que varios de sus cultores se entreguen sin resistencia a la senilidad.