La salud en falta

Cuando las cosas nos tocan de cerca nos es más fácil darnos cuenta de lo que no funciona

Nacional02 de agosto de 2024Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 

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Hace una semana tuve la mala suerte de que falleció mi suegro, apenas cuatro meses y medio después de que falleciera mi padre. Así, en menos de seis meses mis hijos perdieron a sus dos abuelos.

Este camino empezó para uno de ellos hace más de dos años. En todo este tiempo pude ver lo bueno y lo malo del sistema de salud. Me tocó ver médicos comprometidos y en contacto con las emociones de la gente, pero también médicos atiborrados de trabajo que se equivocan en los diagnósticos y en los tratamientos. Una de las peores cosas fue ver el circuito clandestino de drogas oncológicas, en el que circulan a modo de préstamo hasta que el PAMI autoriza los pedidos. Claro, para el burócrata esos nombres son legajos y no historias personales en las que se juega mucho más que un par de miles de pesos.

En todo este tiempo también pude ver cómo lo que se paga por prestaciones a los hospitales privados no alcanza para nada y cómo los médicos piden algún tipo de pago extra para hacer operaciones, todo de manera bastante opaca. Pude ver cómo los hospitales públicos están saturados de gente y parecen hospitales cubanos que prefieren dar vueltas administrativas para no hacerse cargo de lo que les corresponde, cada vez con menos complejidad para atender casos complicados.

Con un año hiper electoral en el medio también vi cómo todos los políticos, de todos los partidos y en todos los niveles de gobierno, hablan sobre la salud y los derechos de los ciudadanos, pero también puedo ver cómo las cosas están cada vez peor y la atención es cada vez más deficiente.

Mis dos abuelos fueron médicos y nunca se me cruzó por la cabeza seguir sus pasos. Me hace mal el sufrimiento humano, independientemente de lo cercano que sea a mi vida. No puedo ver a la gente internada quejándose en un desvarío agónico producto del efecto de calmantes que buscaría cualquier adicto a los opiáceos, como tampoco a los familiares que tienen que cargar con los que ni siquiera saben que los visitan. Hay que ser especial para animarse a eso.

No tengo casi recuerdos de aquellos abuelos médicos, por lo que me resulta inevitable pensar en que algunos de mis hijos están alrededor de la misma edad que tenía yo cuando falleció el último de ellos. Me lamento pensando en todos los momentos lindos que compartieron mis hijos con los suyos y que van a ser enterrados en un lugar de la memoria del que no los van a poder rescatar. ¿Vivimos efectivamente esas cosas lindas si no podemos recordarlas?

Cada vez que veo Coco -la película de Disney ambientada en México, en pleno día de muertos- no puedo dejar de emocionarme cuando veo que la bisabuela del niño protagonista recuerda a su padre y transmite la memoria para que siga vivo en el recuerdo. Me hace acordar a mi propia abuela, que con 93 años sigue sobreponiéndose a los golpes que le da la vida y se convierte en el mejor ejemplo para los que quedamos acá quejándonos de las cosas que vemos todos los días y que son mucho menos graves que la muerte (o, al menos en su mayoría, mucho menos definitivas).

Todavía no podemos evitar que la parca nos gane la carrera. Quizás con algo de suerte le sacamos algo de ventaja por un tiempo, pero no mucho más que eso. En algún momento nos va a alcanzar, especialmente cuando nos damos cuenta de las condiciones con las que nos puede ayudar el sistema de salud.

Más allá de esas disgresiones, son las experiencias que nos tocan en el plano personal las que nos hacen entender la fragilidad del orden que nos mantiene vivos, donde la lapicera del que firma una autorización de un pedido de estudios o de alguna intervención es la que define cuántos días hay que estar internado a la espera de recibir la atención que corresponde. Aunque hay gente que lidia desde adentro todos los días con esos problemas, a otros nos toca asomarnos cada tanto, agradeciendo si podemos estar lejos de cualquier sala de internación.

La duda más grande que se me despertó después de ver el funcionamiento del sistema de salud y la destrucción del mismo que hicieron las burocracias y los gremios, es cuánto falta para que alguien se preocupe en serio por recuperarlo. No alcanza con hacer anuncios sobre subas salariales, reinaugurar dispensarios u hospitales porque se les dio una nueva mano de pintura o ampliar demagógicamente el abanico de prestaciones sin asignar recursos. Tal como sucede con la educación, hay que rever las cosas desde mucho más abajo para edificar una realidad más sólida, una en la que haya gente con ganas de dedicarse a la medicina en el lugar en el que crecieron o en el que se formaron, no en otros países en los que ganan más, trabajan en mejores condiciones o se valora más su aporte a la sociedad.

La tristeza por las pérdidas se mezcla con la bronca de ver que las cosas no funcionan. Como siempre, no exista tal cosa como una isla de bienestar para los cordobeses. El humo de los anuncios algunas veces no nos deja ver lo que pasa en realidad. 

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